La corrupción no nació ayer ni es un mal exclusivo de nuestro tiempo. Sus huellas se remontan a los primeros registros escritos de la humanidad. En la antigua Mesopotamia, hace más de 4,000 años, las tablillas de arcilla ya denunciaban a jueces sobornados. El famoso Código de Hammurabi, hacia el 1750 a.C., establecía sanciones contra magistrados que fallaban por dinero. En Egipto, papiros describen funcionarios que desviaban las cosechas y riquezas del Estado. En la China imperial, los cronistas relataban a oficiales que aceptaban regalos a cambio de favores. Y en Roma, tanto en la República como en el Imperio, se documentan sobornos electorales, compra de votos y saqueos sistemáticos de provincias conquistadas.

Desde que existen los Estados y la administración de lo común, ha existido también la tentación de robar lo que pertenece a todos.

Pero la corrupción no roba solo dinero. Se roba salud, educación, infraestructura, confianza y futuro. En la Antigüedad, un gobernador que desviaba granos condenaba a miles a pasar hambre. En la Edad Media, los tributos excesivos de los señores feudales empobrecían al campesinado. Hoy, cuando se desvían fondos públicos, los resultados se ven en hospitales sin medicinas, escuelas sin maestros y carreteras sin mantenimiento. La corrupción es un enemigo invisible, pero sus efectos se sienten a diario en la vida de la gente común.

¿Por qué se permite? A lo largo de la historia, este saqueo ha prosperado por miedo, por costumbre y por debilidad institucional. Miedo, cuando dictaduras aplastan la voz ciudadana. Costumbre, cuando los pueblos se resignan y aceptan la corrupción como “el modo de hacer las cosas”. Y debilidad, cuando las leyes no se aplican, los jueces no son independientes y la prensa no es libre. La pregunta histórica, e incómoda, sigue siendo la misma: ¿cómo la humanidad hemos llegado a tolerar que unos pocos arranquen de raíz el bienestar de las mayorías?

Ejemplos sobran. Mobutu Sese Seko en Zaire convirtió su país en un feudo personal. Ferdinand Marcos en Filipinas, junto a su esposa Imelda, desvió miles de millones de dólares. Suharto en Indonesia pasó a la historia como uno de los mayores saqueadores de fondos públicos del siglo XX.

En América Latina, escándalos recientes como el Lava Jato en Brasil, y muchos otros, nos muestran como la región ha padecido a líderes y élites que convirtieron lo común en botín privado. Nuestro amado terruño tampoco ha sido excepción, desde antes de la dictadura de Rafael L. Trujillo, hasta tiempos recientes.

Ante esta realidad, la lección parecería estar clara: la corrupción no se vence sólo con leyes ni con decretos, sino con la fuerza de la salida que se concentra en la dignidad de una sociedad que se debe organizar y que nunca se resigne; la población debe ser socia del Estado, acompañando sus instituciones en el cumplimiento efectivo de esas normas, en instituciones firmes y en una ciudadanía veedora, guardiana atenta del bien común. ¿Y cómo despertamos conciencia ciudadana en nuestra gente?  La respuesta parecería ser extensa, profunda. Pero no, también es simple: voluntad, decisión, educación y arraigo. Tema este de otro monólogo con ustedes.

Esta lucha no se libra en soledad. Está respaldada por compromisos internacionales serios: la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (UNCAC), la OEA, la OCDE en París, el Consejo de Europa y otros marcos que nos señalan el camino. Estos tratados, junto con las nuevas leyes nacionales, son herramientas valiosas que solamente adquieren sentido si se cumplen, se institucionalizan y se mantienen vivas en la práctica diaria.

Los convenios internacionales nos marcan el camino, las leyes nos dan las herramientas. Con instituciones firmes y un pueblo vigilante podremos convertir la transparencia en norma, la justicia en patrimonio y la esperanza en herencia para esta y las próximas generaciones.

Gilka Meléndez

Diplomática

Diplomática. Fue embajadora alterna ante Organismos Internacionales en Viena, y fue representante en el país del Programa de Población y Desarrollo de la Organización de las Naciones Unidas (UNFPA).

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