Hay quienes no creen, quienes dudan o quienes se declaran indiferentes ante la idea de que la Navidad posee un sentido trascendental que algunos prefieren ver solo como una tradición cultural. Sin embargo, al final todos terminan, de una u otra forma, permeados por la influencia particular de esta época. Algo cambia en el ambiente, en el tono, en el ritmo. Y ese cambio no nace del calendario ni del comercio, sino que recuerda un acontecimiento que sucedió hace más de dos mil años: el nacimiento del Mesías.
Entrar en el significado de la Navidad exige distinguir con honestidad entre lo que la Navidad es y en lo que muchos la han convertido. La Navidad no debería entenderse como una simple temporada, ni como un estado de ánimo colectivo que va y viene con el calendario; es la conmemoración de un hecho central del cristianismo: la encarnación del Hijo de Dios. Dios haciéndose hombre, asumiendo nuestra fragilidad y entrando en la historia no para dominarla, sino para redimirla.
Este hecho fundacional es el que le da sentido a todo lo demás. Cuando se pierde de vista, la Navidad se vacía de contenido y termina convertida en una celebración moldeada por el consumo, las modas del momento y una banalidad superficial.
Esa distorsión ha venido normalizándose con el tiempo, hasta convertirse en una carrera por cumplir compromisos y satisfacer expectativas externas, muchas veces solo para “no quedar mal”. Se confunde la alegría con el exceso, la generosidad con el gasto y la celebración con el bullicio incesante de lo externo. Y cuando las luces se apagan, lo que queda no siempre es paz, sino cansancio, deudas y, en no pocos casos, una sensación de vacío.
“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.” (Juan 1:14)
Precisamente por eso, cuando es vivida de manera consciente, la Navidad actúa como un recordatorio profundo de cuán bendecidos somos. Nos saca, aunque sea por un momento, de la inercia cotidiana y nos devuelve la mirada hacia lo esencial. De ese recordatorio surge inevitablemente una reflexión coherente sobre la forma en que estamos viviendo.
Decimos celebrar el amor, la paz y la reconciliación, pero muchas veces seguimos atrapados en el egoísmo, la dureza y la indiferencia cotidiana, entretenidos mientras otros luchan simplemente por sobrevivir. Hay una brecha evidente entre lo que proclamamos y lo que practicamos, que la Navidad no la señala con estridencias, pero tampoco la disimula. Nos recuerda que no basta con símbolos, pesebres o buenos deseos. La coherencia se juega en lo concreto: en cómo tratamos al prójimo, en cómo ejercemos pequeñas cuotas de poder, en cómo respondemos ante la injusticia, la mentira o la exclusión.
Pero la Navidad no se queda solo en la interpelación. También ofrece una esperanza realista. No una esperanza ingenua que niega el dolor, sino una que se sostiene a pesar de él. Para muchos, estas fechas llegan acompañadas de ausencias, enfermedades, conflictos familiares o dificultades económicas. La Navidad no promete soluciones mágicas, pero sí afirma algo esencial: la oscuridad no tiene la última palabra. Siempre es posible recomenzar. Siempre es posible reconstruir, aun desde la fragilidad.
Entendida así, la Navidad no es evasión, sino compromiso. No es una emoción pasajera, sino una orientación de vida. Y es aquí donde el mensaje de Jesús adquiere toda su fuerza. Sus mandatos no son abstractos ni opcionales: amar al prójimo, practicar la justicia, ejercer la misericordia, perdonar sin cálculo, servir sin ostentación, decir la verdad y cuidar al más débil.
En la fe cristiana, creer no se reduce a aceptar una idea, sino a experimentar un nuevo nacimiento: una obra de Dios que no se alcanza por méritos propios ni por buenas obras, sino que se recibe como un regalo inmerecido de gracia. Es la acción del Espíritu Santo la que renueva el corazón desde dentro y reordena la vida. No se trata de perfección moral, sino de transformación interior: pasar de una existencia centrada en uno mismo a una vida enfocada en ser verdaderos discípulos de Cristo.
Ahí reside el verdadero sentido de la Navidad: no en una celebración externa, sino en la manera en que ese nacimiento puede transformar cómo vivimos, amamos y miramos al otro.
“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.” (Juan 1:14)
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