En buena parte del mundo, y de manera particular en América Latina, los partidos políticos han sufrido un profundo desgaste. La causa es conocida: la falta de transparencia administrativa, la incapacidad de generar políticas que mejoren la distribución de la riqueza y la persistente deuda social en educación y salud, especialmente con los sectores más vulnerables. Cuando la política no transforma la vida cotidiana de la gente, la confianza se erosiona.
La República Dominicana no ha sido la excepción. A pesar de las promesas de cambio y de una alternabilidad democrática que en lo formal ha funcionado, los distintos gobiernos no han logrado producir transformaciones estructurales sostenidas. Como resultado, una parte importante del pueblo ha ido perdiendo la esperanza y el interés en el ejercicio del voto, derivando hacia un comportamiento electoral cada vez más clientelar, condicionado por dádivas y favores, más que por proyectos de nación.
En ese contexto, los gobiernos encabezados por el presidente Leonel Fernández ocupan un lugar particular en la memoria colectiva. Son recordados como períodos de importantes transformaciones: la modernización de la infraestructura vial, el fortalecimiento de la institucionalidad democrática y la modernización del Estado, junto a avances concretos en educación, como la introducción de computadoras en las aulas, la creación del ITLA y la expansión de la Universidad Autónoma de Santo Domingo mediante la apertura de recintos y centros regionales en distintas provincias del país. A ello se suman inversiones relevantes en el sistema de salud, con la construcción y remozamiento de hospitales y clínicas, así como políticas de acceso a medicamentos de alto costo para sectores vulnerables.
En el plano institucional, se impulsó un marco legal orientado a fortalecer la transparencia y la fiscalización del manejo de los recursos públicos, mediante la promulgación de leyes y reformas clave en materia de control, compras públicas y responsabilidad administrativa. Para muchos dominicanos, esas gestiones representan —si no el único— al menos el esfuerzo más consistente por transformar la sociedad, el país y el Estado.
No obstante, esos méritos conviven con una percepción crítica. Aun cuando durante esos períodos se impulsaron y aprobaron reformas institucionales clave orientadas a una mayor fiscalización y control del gasto público, una parte de la población considera que persistieron debilidades en materia de transparencia y pulcritud en el manejo de los recursos públicos, aunque en una magnitud sensiblemente menor a la observada en las gestiones más recientes. Esta percepción atenúa la esperanza plena y genera una confianza condicionada, no absoluta.
Hoy, sin embargo, el país atraviesa el momento de decepción más profundo de toda su vida democrática. El manejo de la economía muestra señales claras de agotamiento: con un gasto corriente desbordado, sostenido por el derroche en publicidad oficial, pensiones sin justificación técnica, nóminas supernumerarias y programas de asistencia social utilizados con fines clientelares, sin criterios claros de impacto ni sostenibilidad. Todo ello contrasta con una inversión de capital insuficiente, mal priorizada y pobremente ejecutada.
A este cuadro se suman escándalos de corrupción de alto perfil, la ausencia de una política energética coherente y de largo plazo, y una trayectoria de endeudamiento acelerada y poco responsable, que compromete una proporción creciente del presupuesto nacional al pago de intereses, sin que esos recursos hayan financiado proyectos productivos capaces de generar retornos económicos, fiscales o sociales. Se anuncian muchas obras, se concluyen pocas y la inversión pública termina convertida en gasto improductivo, sin impacto real en el desarrollo.
En medio de este desencanto generalizado, una mayoría significativa de la sociedad voltea a mirar hacia la Fuerza del Pueblo como la mejor opción para retomar una senda de crecimiento, desarrollo e institucionalidad. No por nostalgia ni por consignas, sino por la expectativa de que una conducción con mayor experiencia, visión estratégica y sentido de Estado pueda corregir el rumbo y recuperar la credibilidad del ejercicio público.
Y es precisamente ahí donde surge la pregunta central: ¿qué espera el país de la Fuerza del Pueblo?
El país espera experiencia, sí, pero también renovación. Espera visión estratégica, pero también sensibilidad social. Espera disciplina, transparencia, modernidad, respeto institucional y resultados concretos. Espera un liderazgo que piense más allá del ciclo electoral; que gobierne para todos; que rescate la credibilidad perdida; que dignifique la política.
Hoy existe una convicción creciente, clara y extendida en la sociedad dominicana de que la Fuerza del Pueblo será la organización a la que se le confiará el próximo rumbo de la nación. Esa confianza, ya palpable en calles, encuestas, redes y en el ánimo colectivo, constituye un mandato moral.
No se trata solo de ganar una elección; eso ya se percibe como el camino natural del proceso democrático, sino de estar a la altura de la esperanza que el pueblo deposita en nosotros; de honrar esa decisión y transformar el desencanto acumulado en una nueva etapa de dignidad y grandeza política.
Eso es lo que el país espera: una Fuerza del Pueblo capaz de conducir con grandeza el momento histórico que se acerca.
En un país que enfrentará una herencia económica compleja, este no es un momento para improvisar ni experimentar: es un momento para confiar en un liderazgo que ya ha demostrado capacidad y resultados en circunstancias difíciles. El presidente Fernández no solo representa esa experiencia histórica, sino que hoy llega acompañado de talentos sólidos, con una combinación de conocimiento técnico, visión moderna y renovación política, junto a liderazgos emergentes en economía, educación, innovación y planificación. Esa mezcla —experiencia probada y nuevas capacidades— es la garantía de que el país podría avanzar con firmeza, evitando el retroceso y recuperando la confianza.
El país no quiere más promesas: quiere resultados. Y está listo para caminar junto a quienes sepan dárselos.
Solo así será posible reconstruir la confianza en la democracia, dignificar la política y devolverle a la sociedad dominicana la certeza de que el ejercicio del poder público puede y debe estar al servicio del desarrollo, la institucionalidad y el bienestar colectivo.
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