La semana pasada falleció el científico James Watson, uno de los descubridores del “secreto de la vida”, la estructura del ácido desoxirribonucleico (ADN), la molécula que posee la información genética generadora del desarrollo, el funcionamiento y la replicación de los seres vivos y de los virus ADN, así como la responsable de transmitir la herencia genética, las características fisiológicas que se transmiten de los individuos progenitores de una especie a sus sucesores.
El hallazgo le valió a Watson el Premio Nobel de Medicina en 1962, junto a su colega Francis Crick y a Maurice Wilkins. Este último, junto a Rosalind Franklin, proporcionaron las observaciones que sirvieron de base para deducir la estructura de doble hélice que caracteriza al ADN. No obstante, al fallecer unos años antes, Rosalind no pudo optar por el premio y luego quedó marginada por la historiografía de la ciencia.
Como otras mentes brillantes, Watson también tuvo sus sombras. A partir de unas afirmaciones racistas a inicios del nuevo milenio, dio unas declaraciones que generaron grandes críticas de la comunidad científica. (Ver enlace)
Watson defendió la superioridad de las personas de piel blanca con respecto a las de color negro. Y a pesar de pedir disculpas por sus primeras declaraciones, las reafirmó en un documental del 2019 titulado Decoding Watson (Descodificando a Watson) donde continuó postulando enunciados racistas.
La idea de que un investigador de primer nivel defienda afirmaciones estigmatizantes y carentes de sustentación científica puede resultar alarmante para quienes piensan que los científicos son inmunes a los prejuicios y sesgos asociados a la gente común. Pero la verdad es que esto es solo un prejuicio más. Se trata de una idea reforzada por la creencia romántica en el científico como un genio solitario que gravita inmaculado sobre el resto de los mortales.
La fortaleza de la ciencia no se deriva de la superioridad de los científicos. Como todos los seres humanos, poseen las mismas debilidades y pueden tener las mismas mezquindades que cualquier otro ser humano. Pueden ser egoístas y soberbios, crueles y prejuiciosos.
¿De dónde viene entonces la fortaleza de la ciencia? De su estructura colaborativa. Como afirmó el filósofo Karl Popper, los científicos no son más “objetivos” que el resto de las personas, dicha objetividad (prefiero llamarle intersubjetividad) proviene de lo que Popper denomina la “cooperación hostil-amistosa de los científicos”. (El mito del marco común, Paidós, 97-98).
En otras palabras, la efectividad de la ciencia es el producto de la cooperación de los equipos de investigación de las universidades e institutos de investigación contemporáneas, así como del sometimiento a la crítica de los enunciados y creencias entre colegas. El caso de Watson es un ejemplo de que nadie está libre de las debilidades humanas, de las sombras que acompañan a la razón y de la necesidad permanente de esclarecer nuestros prejuicios mediante la crítica colectiva.
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