Un eco del pasado que resuena en el presente
Parece que las siete plagas de Egipto han roto las barreras del tiempo y el espacio, cruzando mares y siglos, para venir a visitarnos. No traen ranas ni langostas, sino males más sutiles, más profundos. Han llegado a nuestra diminuta geografía insular para azotarnos, no por mandato divino, sino por la ceguera moral de un pueblo que ha olvidado el sentido de lo sagrado.
Nuestros ríos agonizan, los bosques se consumen, la criminalidad florece y la corrupción se pasea impune como una serpiente satisfecha. Falta el agua, falta la luz; las calles colapsan, mientras la impunidad y el descaro caminan tomadas de la mano.
Jueces y fiscales que venden justicia, funcionarios que trafican con el deber, líderes que pregonan la virtud mientras hunden a la nación.
¿No son estas, acaso, las plagas modernas de nuestra tierra?
Las nuevas sombras que avanzan
Y como si el peso de nuestras propias faltas no bastara, nuevas sombras se alzan. A la invasión haitiana se une otra invasión silenciosa, revestida de rezos y promesas, que empieza a echar raíces. Avanza sin freno, trayendo consigo costumbres y credos que chocan con nuestra historia y nuestra identidad. Hablamos del islam.
Se presenta como paz, pero detrás de su manto late la imposición de costumbres que niegan la dignidad de la mujer, castigan la libertad y desafían nuestra cultura con arrogancia. Llegan, oran en las calles interrumpiendo el tránsito, anuncian que vinieron a dominar… y el país observa, calla, titubea.
No es intolerancia lo que debe guiarnos, sino prudencia. No se trata de cerrar las puertas al extranjero, sino de defender los pilares culturales y morales que sostienen a la Nación. Porque cuando las “aberraciones” se normalizan —la pedofilia disfrazada de matrimonio, el fanatismo que condena con la muerte a quienes no profesan el islam, la imposición de leyes ajenas bajo pretexto religioso— entonces la convivencia deja de ser posible.
Una advertencia y un llamado
El diputado Elías Wessin ha encendido una alarma al anunciar que presentará un proyecto de ley para prohibir la práctica de la sharía y frenar la expansión de doctrinas que podrían chocar con nuestro orden constitucional. Su advertencia puede parecer severa, pero más severo será el despertar si seguimos dormidos.
Porque una mezcla de fanatismo e idolatría —de islamismo extremo con supersticiones vudú— podría convertirse en una bomba que ya comienza a latir. No se trata de intolerancia, sino de prevención; no de odio, sino de defensa.
Su iniciativa, lejos de ser una medida drástica, abre un debate urgente: ¿qué tipo de República Dominicana queremos preservar?
Moral, libertad y destino nacional
Nuestra Constitución no es ambigua, es clara: la libertad de cultos y de pensamiento no es absoluta. Está limitada por la moral, las buenas costumbres y el orden público. Tres pilares invisibles que hoy tambalean, mientras se confunde libertad con libertinaje y derechos con caprichos.
La dignidad humana no puede coexistir con doctrinas que la pisotean; la justicia social no florece en terreno donde el desorden se aplaude y la moral se desprecia.
El espejo de la historia
La historia enseña que los pueblos no caen por falta de riquezas, sino por exceso de permisividad. Roma no cayó por las espadas bárbaras, sino por su propia decadencia.
¿Queremos seguir ese camino?
¿O despertaremos antes de que la última plaga —la de la indiferencia— nos robe lo que aún nos queda?
Porque si no reaccionamos, si no defendemos lo que somos, entonces no serán las aguas del Nilo las que se tornen rojas, sino las de nuestros propios ríos; y no será Moisés quien las divida, sino el olvido el que las seque.
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