El pasado lunes el cardenal Kevin Joseph Farrell, en su función de Camarlengo de la Santa Sede, anunció oficialmente el fallecimiento del papa Francisco, dando inicio al período de sede vacante que culmina, luego de finalizados los honores fúnebres, con la elección y aceptación del nuevo Sumo Pontífice por parte de los cardenales electores. El Papa Francisco murió en la «Octava de Pascua», esto es, el período de fiesta cristiano por la conmemoración de la resurrección de Jesús. Para los creyentes, no se trata de una simple coincidencia.

El papa Francisco centró el cristianismo en la dignidad de las personas. Para el Santo Padre, «todo ser humano tiene derecho a vivir con dignidad y desarrollarse integralmente». De ahí que la dignidad humana se proyecta como un derecho básico que no puede ser negado por ningún Estado, pues es consustancial al valor del ser y no depende de las circunstancia de la persona.

El Sumo Pontífice fomentó el diálogo como elemento esencial del cristiano, recordando, a través de sus cartas, homilías, exhortaciones y mensajes, que la  «fe», como luz que ilumina la existencia humana y, por tanto, da sentido a la vida de las personas, se sustenta sobre el amor. Un amor que, viéndolo desde las convicciones cristianas, nos lleva a la donación. Sólo amando en la dimensión de la cruz somos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común.

Ahora bien, la fe cristiano, como bien nos recordó el papa Francisco, no solo se sustenta sobre el amor y la solidaridad hacia el «otro», sino que además mueve a las personas a cuidar el ambiente. En otras palabras, los deberes con la naturaleza forman parte de la fe del cristiano. Es por esta razón que el Santo Padre, frente al deterioro del ambiente global, nos instigó a cosechar virtudes ecológicas para cuidar nuestra casa común. Su santidad insistió en la necesidad de un diálogo constante sobre el modo en que estamos construyendo el futuro del planeta para poder fomentar un desarrollo humano, sostenible e integral.

La cuestión ecológica, así como la justicia por los pobres, abandonados, enfermos y descartados, fue uno de los temas centrales de su pontificado. No por casualidad Jorge Mario Bergoglio tomó a San Francisco de Asís como guía e inspiración al momento de su designación como obispo de Roma. La elección del nombre «Francisco» dejó en evidencia su marcado interés en la problemática ecológica y en la defensa de los excluidos. Para el Sumo Pontífice, el clima es un bien común y, por tanto, coexiste la responsabilidad de protegerlo para asegurar condiciones esenciales para la vida humana. La preocupación por el ambiente se encuentra directamente unido al amor sincero hacia los seres humanos.

El papa Francisco nos recordó en sus cartas encíclicas que para hablar de un auténtico desarrollo del ser humano es necesario asegurar que se produzca una mejora integral en la calidad de vida de las personas. Para esto, es indispensable cuidar el espacio, la casa común, donde transcurre la existencia de las personas. «Cuidar al mundo que nos rodea es cuidarnos a nosotros mismos». Ahora bien, es imposible actuar en beneficio de la colectividad si no abandonamos ese individualismo, es decir, ese «yoísmo» que nos encierra en nuestros intereses particulares, a fin de pasar a constituirnos en un «nosotros» que trabaje de la mano para construir ese destino común. La sociedad, decía el Papa Francisco, «debe encaminarse a la persecución del bien común y, a partir de esta finalidad, reconstruir una y otra vez su orden político y social, su tejido de relaciones, su proyecto humano».

En síntesis, frente a la desidia social y política, el papa Francisco nos invitó a convocar y encontrarnos en un «nosotros» que sea más fuerte que la suma de pequeñas individualidades. Nos instigó a dejar de lado toda diferencia ―por razones de procedencia, nacionalidad, color, religión o ideología― y, ante el sufrimiento, volvernos cercanos al «otro» porque todos formamos parte de una casa común. Nos invitó a sentarnos a escuchar al «otro» y a amarlo por ser quien es, buscando lo mejor para su vida. Solo así, explicó el Santo Padre, «haremos posibles la amistad social que no excluye a nadie y la fraternidad abierta a todos».

El papa Francisco no solo escribió para los laicos, sino que también dirigió parte de sus cartas encíclicas a todas «las personas de buena voluntad». Su objetivo era bastante claro: fomentar un diálogo intenso y productivo entre los distintos grupos sociales, central la dignidad de las personas, al margen de sus vínculos religiosos, políticos o filosóficos, en la formación de la voluntad colectiva. Para su santidad, todas las personas, creyentes y no creyentes, deben trabajar juntos para la construcción de un destino común que garantice una vida digna.

El bien común, a juicio del papa Francisco, presupone «el respeto a la persona humana [y de sus derechos básicos] e inalienables ordenados a su desarrollo integral». Toda sociedad —y, en ella, de manera especial el Estado— tiene la obligación de defender y promover el bien común.

Roberto Medina Reyes

Abogado

Licenciado en Derecho, cum laude, de Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. Magíster en Derecho Constitucional del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Magíster en Derecho Administrativo y en Derecho de la Regulación Económica de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. Especialista en Derechos Humanos de la Universidad de Castilla-La Mancha.

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