“La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo”.
Salmo 19:7 (RVR1960)

En tiempos de relativismo, donde la mentira se disfraza de conveniencia y la verdad se negocia como una mercancía, recuperar la virtud de la sinceridad no es solo una necesidad moral: es una urgencia espiritual. La reciente conmemoración de la Semana Santa no nos invita únicamente a recordar un sacrificio, sino también a proclamar la esperanza de la resurrección. La cruz es el camino por el cual Dios nos llama a encarnar el carácter de Aquel que dijo: “Yo soy la verdad” (Juan 14:6), y su resurrección nos recuerda que todo lo que muere en la cruz puede volver a la vida por el poder de Dios. Este llamado no es romántico ni teórico; es profundamente cristocéntrico, ético y apologético. Es vivir sine cera —sin fisuras ocultas, sin maquillaje moral—, como lo sugiere la etimología de la palabra sinceridad. En una sociedad donde la apariencia define el valor, la honestidad se vuelve un acto contracultural. Por tanto, recuperar la sinceridad es también defender y hacer apología de la fe cristiana.

La verdad que restaura el alma.

El alma humana no puede sanar donde reina la mentira. La mentira deja heridas que el tiempo no cura, sino que profundiza, por más inocua o conveniente que parezca. La conciencia se divide, el carácter se debilita y el ser se desvía de su fin más genuino: la comunión con el Dios verdadero, que no miente (Tito 1:2). San Agustín, predicando desde la claridad de la gracia, dejó estas palabras, luminosas para todo buscador de la verdad: “El alma se purifica en la medida en que ama la verdad” (Confesiones, ca. 397–400 dC).

La valorización de la verdad no es simplemente una opción estética o filosófica; es una necesidad vital para el alma caída que anhela reconciliarse con su Creador. Injuriar al prójimo no es solo atentar contra su bienestar, sino, sobre todo, desgarrar nuestro propio ser: desmenuzarlo emocionalmente y deformarlo espiritualmente. Por eso, en uno de los momentos más íntimos de contrición, el rey David pudo decir con absoluta honestidad: “He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría” (Salmo 51:6).

La verdad que transforma el ser.

La verdad que transforma no es una mera norma exterior que aceptamos racionalmente; es una realidad viva que Dios obra en el alma humana. No se limita al plano ético o lógico: atraviesa toda la existencia, renovando al ser humano desde su interior, como un río que fluye desde el corazón hacia todo su ser. En ese proceso se produce una metanoia, una conversión radical de la mente y del corazón, que reconcilia al ser humano con su vocación divina. En otras palabras, el Logos, que es Cristo mismo encarnado, no solo nos habla con palabras verdaderas, sino que nos llama a ser verdad en Él (Efesios 4:15).

En cambio, la mentira se fragmenta. Desintegra al ser humano, lo desconecta de su origen y de su propósito. Así lo expresó Blaise Pascal al reflexionar sobre la condición humana: “El hombre no es ni ángel ni bestia, y el desdichado es quien quiere hacerse ángel, pues acaba convirtiéndose en bestia”.

Mentir es, en este mundo hostil, renunciar a la verdad de nuestra humanidad. Solo cuando reconocemos sinceramente nuestra caída se abre un umbral espiritual en el que Dios interviene para restaurar nuestra integridad. Esto va más allá de lo místico: es una obra concreta del Espíritu en el alma quebrantada. Allí comienza la verdadera conversión.

Porque mentir a los demás es grave, pero engañarse es devastador. Las mentiras no permanecen solas: requieren otras para sostenerse, tejiendo una roja que atrapa el alma y aguanta el corazón. Esto produce una erosión interior, donde la verdad y la falsedad se entremezclan y la paz se desvanece. Entonces, el corazón comienza a endurecerse en la confusión y a distanciarse del amor. Es una señal clara de un vacío espiritual profundo. Jesús lo expresó con claridad: “Todo aquel que hace lo malo aborrece la luz… pero el que practica la verdad viene a la luz” (Juan 3:20-21). La verdad libera, pero no cualquier verdad: libera la verdad encarnada en Cristo. “Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32).

Aceptar la verdad no es un acto de orgullo, sino de rendición. Es alinearse con la franqueza viva de Dios. Al hacerlo, recuperamos nuestra verdadera identidad y permitimos que Dios habite más plenamente en nosotros. Porque para el cristiano, vivir en la verdad es vivir en la luz. “Pero si andamos en luz, como Él está en luz, tenemos comunión unos con otros” (1 Juan 1:7). No se trata de aparentar, sino de armonizar lo que somos con lo que decimos y hacemos.

Integridad como apologética

Para el creyente, hoy más que nunca, la integridad es una forma viva de apologética. Así lo afirmó Dietrich Bonhoeffer en Ética (1949): “La verdad cristiana no puede separarse del amor: decir la verdad es un acto de amor responsable hacia el otro”. La verdad no se disfraza. Solo el alma que vive en la verdad puede llenarse de gracia. En esa misma línea, Søren Kierkegaard (1847) lo expresó con precisión: “La vida cristiana es una vida sin doblez”. Vivir en la verdad es renunciar a las máscaras. Es no tener pliegues entre lo que se cree, lo que se dice y lo que se vive.

Conclusión: Vivir la verdad como defensa de la fe.

El cierre de la versión de esta Semana Santa, 2025, debe marcar el inicio de una vida comprometida con la verdad como defensa de la fe. La verdad es una virtud divina, un tónico para el alma y ​​una manifestación palpable del Espíritu Santo. En un mundo sediento, donde la confianza languidece y la mentira se ha convertido en norma, un cristiano que vive sin fingimientos es luz, es sal, es evidencia del Reino.

Y eso somos: la sal de la tierra, el “amén” de la palabra verdadera de Cristo, llamados a manifestar la presencia del Señor a aquellos que aún no andan en luz. Porque cuando vivimos sin máscaras, el mundo percibe a Cristo sin distorsión. Y cuando hablamos con verdad, la fe cristiana se vuelve creíble, tangible e irresistible.

Referencias:

  • Agustín de Hipona. Confesiones. 397 y 400 dC
  • Bonhoeffer, Dietrich. Ética. 1949.
  • Stott, John. El cristiano contemporáneo. InterVarsity Press, 1992.
  • Kierkegaard, Søren. El concepto de angustia. 1844.
  • Twain, Mark. Siguiendo el Ecuador, 1897.
  • La Santa Biblia. RVR1960 / NVI / LBLA según las citas.

Matías Benjamín Reynoso Vizcaíno

Educador

Matías Reynoso Vizcaíno, abogado, educador y pastor evangélico. Iglesia El Multiplicador / Tácticas Legales E-17, oficina de abogados.

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