En los últimos meses, la palabra sostenibilidad se ha convertido en una de las favoritas dentro de los discursos políticos y empresariales del país. Se pronuncia con solemnidad en conferencias, foros, inauguraciones (sobre todo de hoteles) y actos públicos, como si fuese suficiente con mencionarla para otorgar legitimidad moral a cualquier proyecto.
Sin embargo, pocas veces quienes la enarbolan se detienen a entender su verdadero significado. El uso indiscriminado del término corre el riesgo de que con el tiempo pierda su verdadero sentido, convirtiéndolo en un simple adorno retórico, cuando en realidad representa una gran responsabilidad.
Y es que la sostenibilidad no es un eslogan, ni una palabra que sirve para darle fuerzas a los discursos. Es una forma de entender el desarrollo.
Hablar de sostenibilidad es hablar de equilibrio, de justicia intergeneracional y de corresponsabilidad. No se trata de un concepto abstracto, sino de un modelo de desarrollo que exige coherencia entre el discurso y la práctica. La sostenibilidad no se predica: se demuestra en las decisiones, en la gestión de los recursos y en la forma en que las políticas públicas se traducen en beneficios tangibles para las comunidades.
La sostenibilidad no puede seguir siendo una muletilla en los discursos políticos ni un argumento de moda.
Lamentablemente, en la política dominicana se ha vuelto habitual invocar la sostenibilidad como una declaración decorativa, sin acompañarla de métricas, presupuestos o compromisos verificables. “Tenemos que desarrollarnos con sostenibilidad”, repiten algunos líderes, sin explicar cómo ni con qué herramientas se logrará. Se habla de “sostenibilidad de vida”, “turismo sostenible” o “desarrollo sostenible”, sin especificar de qué manera se alcanzará o evaluará ese objetivo.
Este vacío de contenido es preocupante, sobre todo en sectores tan sensibles como el turismo, que dependen de la integridad del entorno natural, la cohesión social y la estabilidad económica.
El concepto moderno de sostenibilidad surge en el ámbito ambiental y económico a finales del siglo XX. Aunque ideas relacionadas existían desde antes (como la conservación de los recursos naturales en el siglo XIX), el término se consolida en 1987 con el Informe Brundtland, publicado por la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo de las Naciones Unidas. En dicho informe —titulado “Nuestro futuro común”— se definió el desarrollo sostenible como: “Aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer sus propias necesidades”.
Esta definición se convirtió en la base conceptual para políticas internacionales, planes nacionales y estrategias empresariales durante las siguientes décadas.
Desde los años 90, la sostenibilidad pasó de ser un ideal ambientalista a convertirse en una estrategia integral de desarrollo que incorpora tres dimensiones fundamentales:
Económica: garantizar la viabilidad y rentabilidad a largo plazo.
Social: promover la equidad, el bienestar y la inclusión.
Ambiental: proteger los recursos naturales y la biodiversidad.
A partir de la Cumbre de Río (1992) y la Agenda 21, los gobiernos comenzaron a integrar estos principios en sus políticas públicas. En 2015, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la ONU consolidaron este marco global, siendo el turismo sostenible una de las áreas clave (ODS 8, 12 y 14).
Sin embargo, las metas mundiales necesitan aterrizarse a contextos nacionales. En nuestro país, finalmente, el Ministerio de Turismo (MITUR) junto a ONU-Turismo, trabaja actualmente en definir y redactar la Estrategia Nacional de Turismo Sostenible. Y es definitivamente esta una iniciativa esperanzadora, para lo que han contratado profesionales de incuestionable experiencia, pero para que sea efectiva debe trascender el plano conceptual y transformarse en políticas públicas medibles: que busquen reducir emisiones, gestionar residuos, preservar ecosistemas y fomentar la inclusión social. Es tiempo de exigir a inversionistas ya instalados y nuevos proyectos en proceso de permisología, la implementación obligatoria de los requerimientos imprescindibles para la sostenibilidad.
Algunas empresas turísticas del país han comprendido esta urgencia y han comenzado a convertir la sostenibilidad en cultura corporativa. El Grupo Puntacana es pionero en este sentido. A través de su Centro de Sustentabilidad y Biodiversidad, desarrolla programas de reforestación, restauración de arrecifes de coral y protección de especies endémicas, como la iguana rinoceronte o el gavilán de La Española. Además, impulsa la educación ambiental y promueve el consumo responsable mediante iniciativas como Yauya, una tienda que apoya a artesanos y productores locales.
Otro ejemplo es Bahía Príncipe Eco, del Grupo Piñero, que ha integrado los criterios ESG (ambientales, sociales y de gobernanza) en su modelo de negocio. Sus hoteles implementan políticas de ahorro energético, gestión de residuos, reducción de plásticos y programas de inserción laboral para comunidades locales.
Cap Cana, por su parte, ha desarrollado un modelo de urbanismo turístico con criterios de conservación ambiental, impulsando proyectos de movilidad eléctrica, energías limpias y certificaciones LEED. Su modelo energético incluye la incorporación de fuentes renovables, particularmente solar, reduciendo la huella de carbono de sus operaciones hoteleras e inmobiliarias. Y el proyecto Punta Bergantín, ubicado en Puerto Plata, que promete transformar el modelo turístico nacional, apostando por la combinación de turismo, innovación, tecnología y desarrollo inmobiliario bajo el principio de sostenibilidad.
Estos ejemplos evidencian que sí es posible avanzar del discurso a la acción, pero también subrayan que el liderazgo sostenible en el sector privado contrasta muchas veces con la lentitud del aparato público para institucionalizar estándares, medir resultados y exigir cumplimiento.
Sostenibilidad no es plantar árboles para la foto ni inaugurar proyectos “verdes” que ignoran su impacto social. Es garantizar que el crecimiento del turismo no erosione las costas, no excluya a las comunidades, ni reproduzca desigualdades. Es fomentar una visión de país donde el bienestar de hoy no se construya a costa del mañana.
La sostenibilidad no puede seguir siendo una muletilla en los discursos políticos ni un argumento de moda. Debe convertirse en una práctica transversal que oriente las decisiones del Estado, las empresas y la ciudadanía.
Compartir esta nota
