Arthur Schopenhauer escribió una metáfora que desnuda la naturaleza de la codicia. “La riqueza y el dinero son como el agua del mar; cuantos más bebes, más sed tienes”. El filósofo alemán nos recuerda que el deseo desmedido de dinero no calma, sino que enciende una avidez interminable que termina por consumir al individuo y a la sociedad.
Esta metáfora se revela con claridad cuando, con asombro y anonadamiento, observamos a funcionarios que en sus declaraciones juradas exhiben grandes riquezas y, sin embargo, aparecen ligados a casos de corrupción que para muchos resultan absurdos. Parecería irracional que quien ya posee tanto arriesgue su libertad y su nombre por más, pero en el fondo lo que se manifiesta es precisamente esa sed que nunca se sacia, esa enfermedad del deseo que distorsiona el juicio y la conciencia.
Siglos antes, la Biblia había expresado con la misma claridad esta advertencia que Schopenhauer retomaría desde la filosofía. “El amor al dinero es la raíz de todos los males”, escribió el apóstol Pablo en su primera carta a Timoteo (1 Timoteo 6:10). No es el dinero en sí, fruto del trabajo digno, lo que destruye, sino el amor desordenado hacia él, cuando se convierte en fin último y desplaza la justicia, la solidaridad y la vocación de servicio.
La corrupción revela una patología del deseo que distorsiona el juicio y erosiona la conciencia ética
No se trata, sin embargo, de hacer una apología de la pobreza. La pobreza es una desgracia humana que niega oportunidades, limita la dignidad y condena a millones a una vida de carencias. Tanto la filosofía como las tradiciones religiosas han denunciado la miseria como una injusticia que debe ser superada. El verdadero llamado no es a glorificar la indigencia, sino a comprender que la riqueza debe ponerse al servicio del bien común, de modo que todos puedan vivir con dignidad y sin exclusión.
El budismo también ha reflexionado profundamente sobre esta dinámica. El Dhammapada, texto fundamental, enseña que “la insatisfacción surge del deseo” y que el apego a la riqueza es una de las cadenas que esclavizan al ser humano al sufrimiento. En la visión budista, la codicia es una de las “tres raíces del mal”, junto con la ignorancia y el odio. Quien busca saciarse de bienes materiales descubre que su sed aumenta sin cesar, porque lo material nunca logra satisfacer el vacío profundo del espíritu.
El islam, por su parte, advierte con contundencia contra la avaricia. El Corán afirma: “El amor excesivo por los bienes terrenales endurece el corazón” (Sura 102). En la tradición islámica, el dinero debe ser visto como un medio al servicio de la justicia y la comunidad. De hecho, la limosna obligatoria es una práctica que busca purificar la riqueza compartiéndola con los más necesitados, precisamente para evitar que la codicia destruya la vida espiritual y social del creyente islámico.
Cuando miramos la corrupción administrativa a la luz de estas tradiciones, se evidencia que no estamos solo ante un problema legal ni ante una desviación administrativa. Estamos ante una patología del deseo. El funcionario corrupto se parece al sediento que bebe agua salada, el cual, lejos de calmar su sed, la aumenta. Lo que empieza con un pequeño soborno o un beneficio indebido termina en redes de saqueo institucional, clientelismo, sobrevaluaciones y un sistema de impunidad que carcome las bases del Estado.
La corrupción, como el mar salado, no sacia, destruye. Mata lentamente la confianza ciudadana, erosiona las instituciones y perpetúa la desigualdad. La avidez de unos pocos termina convirtiéndose en sufrimiento para muchos, porque los recursos desviados son los que faltan en los hospitales, en las escuelas, en la seguridad ciudadana o en los programas sociales.
Hay países, como China y algunas culturas islámicas, que tienen sanciones severas contra la corrupción. En los casos más graves está establecida la pena de muerte, el fusilamiento o el ahorcamiento en plazas públicas. En China, por ejemplo, se han registrado ejecuciones de funcionarios culpables de malversar o aceptar sobornos por montos millonarios.
En diciembre de 2024, un exfuncionario de Mongolia Interior fue ejecutado tras ser hallado culpable de corrupción por valor de 3 000 millones de yuanes (unos 412 millones de dólares). Sin embargo, persisten múltiples formas de corrupción, desde la microcorrupción burocrática hasta las redes políticas y empresariales de gran escala.
En los países europeos, como en Estados Unidos y Canadá, las sanciones son igualmente firmes. Las cárceles están llenas de evasores de impuestos, empresarios y funcionarios condenados por delitos financieros. Pero aun así, la corrupción no desaparece del todo.
El Índice de Percepción de la Corrupción de Transparency International evidencia que los países con instituciones sólidas, prensa libre, control ciudadano y justicia independiente presentan menores niveles de corrupción. En 2023, Dinamarca, Finlandia, Suecia y Suiza ocuparon los primeros lugares. Aun así, en esas naciones la corrupción no ha desaparecido por completo, solo ha sido contenida gracias a la fortaleza institucional y a una cultura pública de integridad.
Este contraste plantea una pregunta profunda: ¿qué fuerza tan poderosa hay en el Homo sapiens que, a pesar de las penas severas y la vigilancia, todavía haya quienes no esconden sus manos para robar al Estado? Todo indica que las sanciones, por sí solas, no bastan. La corrupción no se erradica solo con el miedo al castigo, sino con el fortalecimiento de la conciencia ética y el sentido del límite. La cultura de una vida sobria en contraste con la opulencia, la suntuosidad y el exhibicionismo.
Los estudios muestran que los países menos complacientes con la corrupción tienden a tener menos casos no solo por la dureza de las leyes, sino por la certeza del castigo, la independencia judicial y el control social. En otras palabras, lo que disuade no es tanto la severidad, sino la probabilidad real de ser descubierto y sancionado.
Además, el control social, ejercido por la ciudadanía y la sociedad civil organizada, es una de las fuerzas más poderosas contra la corrupción. A diferencia de la sanción legal, que actúa después del delito, el control social actúa de manera preventiva y cultural. Su fuerza radica en la mirada colectiva, en la presión ética y pública que disuade al funcionario de desviarse. Una sociedad que observa, pregunta, fiscaliza y denuncia —a través de medios de comunicación, observatorios, cámaras de cuentas, juntas vecinales o simples ciudadanos comprometidos— reduce los espacios de impunidad.
El control social activo es la herramienta más poderosa para prevenir el saqueo institucional y fortalecer la integridad pública
Donde la ciudadanía permanece pasiva, la corrupción florece; donde el pueblo participa y exige rendición de cuentas, el miedo cambia de bando. No hay castigo más eficaz que la vergüenza pública de haber traicionado la confianza social.
En el fondo, la corrupción revela una tensión interna del ser humano. El deseo desbordado, la racionalización del beneficio personal y la percepción de impunidad. Esa fuerza del deseo de tener más, de poseer, de dominar, es lo que Schopenhauer llamó la “voluntad de vivir” en su forma más ciega y egoísta. Por eso, ni la represión ni la muerte pueden erradicarla. Solo la educación ética, el ejemplo de las autoridades, la transparencia institucional y una cultura de integridad pueden transformarla.
De ahí que la lucha contra la corrupción no pueda limitarse a auditorías y sanciones, aunque sean imprescindibles. Requiere un cambio cultural y espiritual. Reenfocar el deseo humano hacia el bien común. El cristianismo lo llama amor al prójimo, el budismo lo traduce en desapego y compasión y el islam lo expresa en justicia y solidaridad comunitaria.
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