Nadie imaginó que el miedo pudiera ser tan negro como un bolso olvidado.
Era junio de 2025 y la guerra entre Irán e Israel encendía el cielo con un resplandor lejano, pero insistente. Las noticias hablaban de bombardeos, sanciones, alianzas, palabras que ya no cabían en los titulares sin hacer sangrar el alma del mundo. Aun así, Rosario abordó su vuelo con un propósito más íntimo: buscar claridad en su visión, que de un tiempo a esta parte se le iba apagando por un agujero macular descubierto en Madrid.
El vuelo IB1801 despegó a las 7:40. Rosario miró por la ventanilla sin ver del todo. Iba sola, aunque no del todo: la acompañaban su fe, su ansiedad y una esperanza sigilosa. Berlín la esperaba con un diagnóstico más preciso y el encuentro con un viejo amigo de la familia, el doctor Pablo, retinólogo exiliado y cálido como el Caribe que había dejado atrás.
A su llegada, el aeropuerto de Brandenburg parecía tranquilo, aséptico. Se dirigió a una pequeña cafetería para esperar al médico. Se sentó en una mesa y pidió un café. Observó. Las miradas, las valijas, los uniformes. Todo era rutina hasta que lo dejó de ser.
Un bolso negro, grande y solitario, apareció cerca de su mesa. No lo dejó nadie que ella viera. No lo reclamó nadie en minutos eternos. Fue entonces cuando el camarero, pálido, hizo una llamada breve y nerviosa. En menos de lo que tarda en entibiarse un café, llegaron los hombres de seguridad. Uno de ellos gritó en alemán que evacuaran el área. Rosario sintió el temblor en las piernas antes que en la voz. La sacaron con los demás, con los ojos clavados en ese objeto inmóvil que ahora parecía capaz de destruirlo todo.
“Aplicaron el protocolo antiterrorista”, diría más tarde un noticiero. Pero en ese momento, no era un protocolo. Era el pánico vestido de lógica. Era el miedo convertido en rutina. Era una mujer esperando un diagnóstico en una ciudad extranjera, siendo arrastrada por un mundo que ya no confiaba ni en los objetos.
Mientras el bolso era inspeccionado y retirado, Rosario pensaba en su ojo izquierdo, en su visión ausente. Pensaba también en el otro agujero, uno más profundo, más invisible: el que se abría en el corazón colectivo de la humanidad. La guerra ya no necesitaba fronteras. Bastaba con sembrar sospechas.
Pensó en los autores del conflicto, en los fabricantes de armas, en los analistas de paz con trajes de guerra. Y en medio de la evacuación, se preguntó: ¿A quién beneficia esta zozobra permanente? ¿Quién recoge las ganancias del miedo?
Entonces llegó Pablo, atravesando el cordón policial como quien atraviesa el delirio con una linterna encendida. Llevaba una bata blanca, una sonrisa y un saber tranquilo. La reconoció al instante, aunque Rosario temblaba como una hoja detenida al borde del invierno.
—Amiga… estamos a tiempo —le dijo, y no se refería solo al ojo dañado.
Rosario lo miró, y por un momento volvió a ver. Con nitidez. Con certeza. El mundo aún podía mirarse distinto.
Y aunque allá lejos seguían cayendo bombas, en Berlín, esa mañana, alguien volvió a creer en la ternura.