La reciente Asamblea General de las Naciones Unidas en 2025 ha dejado al descubierto la mayor crisis de legitimidad de este organismo desde su fundación. Lo que debería ser un espacio de encuentro y mediación se ha convertido en un escenario de descalificaciones y recriminaciones cruzadas, donde prácticamente todos los líderes —de derecha e izquierda, capitalistas y progresistas, democráticos y autoritarios— coincidieron en un mismo punto: el descrédito de la ONU y la irrelevancia de su papel en el actual orden internacional.

El tema central de la Asamblea era solemne y cargado de simbolismo: “La memoria del Holocausto y la educación para la dignidad y los derechos humanos”. Sin embargo, la ironía fue brutal. En la sala no se habló de memoria ni de dignidad, sino de la incapacidad de la ONU para frenar lo que muchos llaman “el Holocausto de la actualidad”: los genocidios y crímenes contra poblaciones indefensas que siguen ocurriendo bajo la mirada impotente —o indiferente— del organismo.

El episodio más comentado no fue una resolución o un acuerdo trascendente, sino el desaire que realizaron varios países al líder de Israel cuando tomó la palabra. Un gesto cargado de simbolismo, sí, pero que retrata el deterioro del foro más representativo del mundo: convertido en espacio de boicots diplomáticos más que en motor de consensos.

La historia le da una última oportunidad: o se reinventa para el mundo de hoy, o quedará como un vestigio nostálgico

La ONU ya no es vista como árbitro neutral ni como garante de paz. Su selectividad en la aplicación de principios —condenando violaciones de derechos en unos países y callando frente a otros, según la conveniencia política de las grandes potencias— ha destruido la autoridad moral que alguna vez ostentó.

El Consejo de Seguridad, con el veto absoluto de los cinco miembros permanentes, se ha convertido en un campo de parálisis. Y la Asamblea General, reducida a un espacio de discursos sin consecuencias, es cada vez más un ritual simbólico que un canal real de diplomacia.

Para que la ONU recupere relevancia, es necesario un rediseño profundo: reestructurar el Consejo de Seguridad, ampliando sus miembros permanentes para reflejar la multipolaridad actual e introduciendo límites al poder de veto. Dar mayor fuerza vinculante a las resoluciones de la Asamblea General, al menos en materias humanitarias y medioambientales, acompañadas de mecanismos de seguimiento. Reconocer la agenda del Sur Global, poniendo en el centro temas como la deuda, el cambio climático, la migración y la desigualdad digital. Aplicar de manera universal y coherente los principios de derechos humanos, sin excepciones dictadas por intereses geopolíticos.

La ONU nació en 1945 para evitar una nueva guerra mundial y construir un orden basado en reglas compartidas. Ocho décadas después, el mundo es multipolar, desigual y convulso, y el organismo parece no encontrar su lugar.

La ONU ya no es vista como árbitro neutral ni como garante de paz.

La Asamblea de 2025 quedará como símbolo de este ocaso: el momento en que el descrédito alcanzó a todos los rincones ideológicos, y el planeta entendió que, sin reformas de fondo, la ONU corre el riesgo de convertirse en un foro ceremonial, incapaz de incidir en los grandes dramas de la humanidad.

La historia le da una última oportunidad: o se reinventa para el mundo de hoy, o quedará como un vestigio nostálgico de un pasado en el que alguna vez fue capaz de soñar con la paz y la dignidad universal.

Juan Ramón Mejía Betances

Economista

Analista Político y Financiero, cursó estudios de Economía en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU), laboró en la banca por 19 años, en el Chase Manhattan Bank, el Baninter y el Banco Mercantil, alcanzó el cargo de VP de Sucursales. Se especializa en la preparación y evaluación de proyectos, así como a las consultorías financieras y gestiones de ventas para empresas locales e internacionales.

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