La Ley 50-88 sobre drogas y sustancias controladas surgió en un contexto geopolítico que hoy luce remoto. Fue hija directa de la Guerra contra las Drogas impulsada por Estados Unidos, una cruzada que, aunque comenzó formalmente bajo el presidente Richard Nixon en los años setenta con la creación de la DEA, alcanzó su máxima influencia en América Latina en la década de 1980 y 1990.
Su promulgación en mayo de 1988 durante el gobierno de Joaquín Balaguer estuvo precedida por la visita a Santo Domingo del fiscal general estadounidense Edwin Meese, uno de los principales arquitectos del modelo de mandatory minimum sentences, un conjunto de directrices de naturaleza represiva y militarista dirigidas a los Estados para producir una respuesta homogénea en toda la región.
La implementación de la Ley 50-88 fue tan acelerada como traumática. En aquel entonces, la justicia penal dominicana, – muy cerca de la caverna y lejos de un verdadero Estado de derecho – encontró en el juez Juan María Severino el ejecutor perfecto de ese nuevo marco. Severino, excapitán de la policía, de formación jurídica limitada y tardía, inició la aplicación desde la lúgubre Séptima Cámara Penal del Distrito Nacional, imponiendo condenas de veinte años casi exclusivamente a jóvenes pobres de los barrios.
Su figura es inseparable de otro episodio igualmente aleccionador, fue designado por el poder político para juzgar al expresidente Salvador Jorge Blanco. Ver a uno de los procesalistas más brillantes de su generación sometido ante un juez más policía que jurista, constituye sin dudas una de las páginas más vergonzosas de nuestra historia judicial, un ejemplo paradigmático del uso del sistema penal como instrumento de venganza política. Ferrajoli llamaría a esa deformación “Estado de propaganda”, una justicia subordinada al poder, sin garantías ni dignidad institucional. Ese capítulo aún merece una revisión desapasionada para que las nuevas generaciones comprendan de dónde venimos.
En esos mismos años, América Latina ardía mediáticamente bajo la sombra de los grandes carteles colombianos: Pablo Escobar, Rodríguez Gacha, Carlos Lehder, los hermanos Ochoa. El caso Noriega en Panamá, el juicio al general Arnaldo Ochoa en Cuba y la creciente conexión entre poder político y narcotráfico completaban un panorama continental marcado por violencia, corrupción y militarización.
Recuerdo que, intelectuales como Eduardo Galeano, un referente obligado con Las venas abiertas de América Latina, comenzaron entonces a cuestionar la criminalización del consumo y la violencia derivada de las políticas prohibicionistas.
En República Dominicana, la década de los ochenta vivía otro fenómeno, la migración a Estados Unidos alimentada por el espejismo del dinero fácil ligado al narcotráfico. Surgieron los célebres cadenuses, dominicanos que regresaban luciendo cadenas de oro, autos de lujo y un estilo ostentoso que glorificaba la impunidad y validaba lo ilícito como vía de progreso. Un caso digno del “Manual de Sociología Barata” del sociólogo C. Castro. Aquella normalización social de lo ilegal quizá explique, en parte, el caldo de cultivo que hoy permite que figuras públicas, congresistas y militares queden vinculados recurrentemente al narcotráfico.
Los resultados de la Guerra contra las Drogas y de las legislaciones surgidas bajo ese paradigma han sido ampliamente cuestionados. Intelectuales como Noam Chomsky han señalado que se trató menos de un programa de salud pública y más de una herramienta de control social y político. Es innegable la represión y militarización sin reducción significativa del consumo, violencia estructural y descomposición social, un problema de salud pública no atendido, y graves impactos ambientales y comunitarios. El balance es, sencillamente, un fracaso.
Hoy el panorama global es distinto. En el caso del cannabis, muchos países han adoptado modelos de despenalización y regulación, tanto recreativo como medicinal. Estados de EE. UU., México, Colombia, Argentina y Uruguay han actualizado sus marcos legales. España, por ejemplo, muestra una reducción sostenida del consumo juvenil, según la encuesta ESTUDES 2025, bajo políticas mucho menos represivas y más orientadas a la educación y la salud.
Mientras tanto, República Dominicana se mantiene atrapada en un modelo del siglo pasado, una Ley 50-88 que no dialoga con la evidencia científica, ni con la salud pública, ni con la evolución social, ni con las tendencias regulatorias de su propio entorno.
La buena noticia es que, a diferencia de los ochenta, hoy la justicia dominicana es otra. Contamos con una judicatura joven, formada en la Escuela Nacional de la Judicatura y comprometida con la protección de los derechos fundamentales y la dignidad de las personas. El país avanza hacia un plan estratégico de largo alcance con el anuncio reciente del plan Justicia 2034, y hacia una institucionalidad que ya no puede retroceder.
Pero la justicia sola no basta. La República Dominicana necesita actualizar su marco regulatorio sobre drogas: una ley moderna, basada en datos, con enfoque de salud, que regule, eduque y reduzca daños, en lugar de perseguir y encarcelar indiscriminadamente. La obsolescencia de la Ley 50-88 no es una discusión técnica, es un problema democrático, social y ético.
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