“El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras existimos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente, nosotros ya no existimos”-. Epicuro
En el poema –Pueblo Blanco– de Miguel Hernández, hecho canción por uno de los artistas más famosos de la España catalana, en uno de sus fragmentos, dicha pieza intelectual expresa la fragilidad de la vida a partir de la finitud de la existencia misma, “Y me pregunto por qué nacerá gente, si nacer o morir es indiferente”. Quizá el creador de la obra reflejó en ese trozo memorable, el sufrimiento de una idea condenada a morir por la infausta naturaleza de los que dedican su vida a luchar por la libertad.
Como Hernández o Serrat, existen centenares de prohombres que vieron en la etapa final de la vida, un elemento esencial para el entendimiento progresivo de la muerte como variable final de todo lo que haya nacido. Plasmado con asombro, entusiasmo, alegría, tristeza, entereza, a veces con la delicada dulzura de los poetas o con la tenaz resignación de los filósofos. No en vano las actitudes esotéricas y místicas de los que buscan pasar a otro plano donde se ha eliminado, según la creencia individual, el sufrimiento y por consiguiente… la posibilidad imposible de morir.
Lo humano siempre ha estado atado a lo extinguible, efímero, precoz, finito y a la incapacidad de rebobinar del curso temporal y espacial del homosapien denominado vitalidad. Nacemos un día, hora y año específico, pero la despedida jamás forma parte de la certidumbre con la que acostumbramos a planificar los procesos futuros. No hay ni habrá un método que nos permita identificar cuándo, cómo, dónde o por qué dejaremos de existir, de ahí la pasión del artista, empeñada en la interpretación de lo único cierto en esta caminata hacia la nada.
Paradójicamente, y muy por el contrario de lo que dicen esos eruditos, de quienes no soy digno ni de limpiar sus zapatos, existen hombres y mujeres cuyo paso por este corto trajinar en que nos toca ser y hacer, dejan para las futuras generaciones huellas imborrables e imperecederas. Muchos, sin importar religión, condición social, ideología o sexo, han aportado y apostado desde una lógica pragmática al futuro, incierto e irreal y, a su vez, un elemento nodal en la creación de un mundo al menos habitable.
De esa estirpe fue Pepe Mujica, un animal de la manada de los sapiens que soñó que un día este mundo podría ser un lugar digno de los humanos. De un espíritu noble, indomable e indoblegable. Su estoicismo de izquierda y su visión de la vida lo apartaron del político secular y lo convirtieron en la figura más impactante de este siglo. Era, es y será un anciano mensajero que describe la vida como algo más que acumular, mucho más que respirar.
José Alberto Mujica Cordano, un híbrido extraterrestre nacido en una galaxia reservada solo para los dioses que, a fuerza de creer en la utopía y luchar por ello, venció el miedo y sepultó todos los obstáculos. Fue perseguido, encarcelado, flagelado, calumniado, pero jamás despojado de la armadura humana con la que defendió a los hijos de la inmisericordia. Nos ha dejado. Hace una semana su cuerpo dejó este mundo, pero él sigue aquí, con nosotros, predicando con su genio
apacible su amor al prójimo, su fe en la gente y su esperanza en la juventud, gritando en cada espacio de nuestros recuerdos que la muerte no es el fin, porque los que le recuerdan y siguen su legado, son el Mujica de antaño.
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