Hace tiempo vengo debatiendo una idea que hoy quiero compartir, no para fijar postura ante un hecho pasajero, sino para abrir una reflexión necesaria en tiempos de confusión. A lo largo de los siglos —desde Atenas hasta los imperios y las democracias modernas— se repite un fenómeno: líderes que ascienden desde la sencillez y la defensa de la justicia y que, al llegar al poder, parecen transformarse.
Sócrates advirtió, hace más de dos mil años, que el poder no corrompe; revela lo que ya estaba latente. Revela ambiciones guardadas, inseguridades no resueltas, fascinación por privilegios antes imposibles. No siempre revela maldad, revela humanidad. El poder actúa como un espejo implacable. Marco Aurelio lo puso, en otros términos “el reto no es gobernar, sino no perder el alma mientras se gobierna”. Esa metamorfosis suele ser silenciosa y gradual, invisible para quien la vive, evidente para quien la observa.
La otra mitad de esta historia corresponde a los pueblos. ¿Por qué volvemos a creer, incluso tras la decepción? Porque la esperanza es una energía humana que no se extingue, votamos porque creemos; creemos porque necesitamos creer. Es un acto cívico, emocional y espiritual a la vez. Pero no es venganza lo que la gente busca: es justicia —la posibilidad real de vivir con dignidad.
Todas las tradiciones morales sostienen que ningún acto escapa a la ley de consecuencia, sea ética, histórica o espiritual. Por eso la lección es siempre la misma: para conocer a una persona, entrégale poder y observa con serenidad lo que su alma revela. Y quizás la verdadera transformación no comienza en los palacios ni en las urnas, sino en la conciencia de cada uno. Si la ciudadanía despierta, el poder deja de ser espejo distorsionado y se convierte, por fin, en el reflejo digno de la sociedad que lo sostiene.
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