La idea de la lengua como patria comporta una densidad avasalladora. Al equiparar estos conceptos se incurre en la delimitación de un territorio preciso: el de la tierra natal o adoptiva a la que uno se siente ligado por vínculos de diversa índole, en particular los que tienen que ver con los afectos. Ciertamente, más allá de cualquier otra consideración, la lengua, como la patria, es un territorio afectivo.
Ese territorio afectivo que funda la lengua es el balbuceo de mis hijos, hace años, cuando aprendían a hablar; la euforia de escucharlos emitir sus primeros sonidos medianamente articulados: “mamá”, “más” y “mano” por hermano. También es el español dominicano de mi niñez, detenido en un arco que va de los años setenta a principios de los ochenta; el español que me permite seguir construyendo la casa de los afectos con palabras como “chichigua”, “tiriquito” y “marotear”.
Pronuncio “marotear” y me veo corriendo junto a los hermanos Uribe con una fruta arrancada de las tierras del vecino en los campos de La Romana. He pasado por muchas experiencias que me han producido escalofríos, pero “tiriquito” solo lo siento en dominicano. Y la palabra cometa del diccionario jamás podrá recoger la carga emotiva que exteriorizo al pronunciar “chichigua” como si tuviera diez años.
El territorio afectivo que es la lengua no entiende de agrimensuras. Hay cosas que solo puedo expresar con el español puertorriqueño de mi adolescencia. Por ejemplo, cuando por mi naturaleza taciturna mis compinches boricuas me notan ausente, me disculpo diciendo que me quedé “eslembado”. Y si quiero expresar que un lugar está muy lejos, tan lejos que es imposible imaginarse allí, no hay palabra más certera en mi repertorio que decir, siempre en puertorriqueño, que ese lugar queda en las “sínsoras”.
Hace unos veinte años, cuando empezaba mi carrera en Canadá, un risueño conserje empezó a hablarme en una lengua incomprensible. Me abordaba con familiaridad, como si yo fuera un viejo amigo. Mi cara de perdido lo hizo cambiar al inglés. Se llama Hazam, y es mi amigo tunecino. Al verme había pensado que yo también hablaba el árabe de su región. Hemos envejecido juntos en la universidad, pero cada vez que me cruzo con él en mi mente todavía resuena la cadencia misteriosa de la lengua con que me saludó por primera vez desde el territorio de la fraternidad.
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