La cultura televisiva y hollywoodense nos ha acostumbrado al personaje del antagonista malvado, incapaz de sentir empatía por el otro, el psicópata de las series policíacas. A partir del estereotipo del asesino, personificamos la idea del mal.
En la vida real, asociamos el mal a los tiranos que han sido responsables de genocidios. También lo vinculamos con los gobernantes que han liderado gobiernos autoritarios y han torturado o asesinado a miles de personas. Vemos estos regímenes como el producto fundamental de individuos con graves patologías o una acentuada naturaleza maligna.
Menos común para el imaginario colectivo es pensar el mal como el resultado de decisiones y acciones realizadas por individuos normales. En estos términos lo pensó la filósofa Hannah Arendt (1906-1975), que hoy, a sus cincuenta años de fallecida, constituye una de las pensadoras políticas más influyentes del siglo XX.
En 1961, Arendt asistió como corresponsal de la revista The New Yorker al proceso judicial llevado a cabo contra Adolf Eichmann, un funcionario alemán corresponsable de crímenes de lesa humanidad durante el holocausto nazi. Arendt quedó sorprendida por el perfil psicológico del burócrata. No era un psicópata, un individuo con tendencias especiales hacia la maldad o hacia emociones negativas. Era un simple burócrata de “manifiesta superficialidad”, incapaz de cuestionar la autoridad.
A partir de la experiencia, Arendt acuñó el concepto “banalidad del mal” para referirse al hecho de que el mal no tenía que producirse como producto de la acción intencionada de personas malvadas, sino que podía emerger como el producto de la asunción acrítica de las autoridades o de un sistema por parte de individuos normales.
Este concepto da una perspectiva distinta al problema del mal y al de los regímenes despóticos. Percibir un acto cruel o una dictadura como la creación de personas con una tendencia natural hacia la maldad lo hace excepcional y extraño a nuestra cotidianidad, lo que nos genera una sensación de tranquilidad. Pero si la crueldad puede emerger de la cotidianidad por algo tan común como dejar de examinar o cuestionar a las autoridades o los procedimientos de un sistema de organización social, entonces la línea divisoria que nos puede separar de ser compromisarios de la maldad es muy estrecha. ¿Podemos soportar esta responsabilidad?
En vez de personificar el mal en el “Otro”, la mirada de Arendt nos invita a reflexionar sobre nuestras propias decisiones y compromisos, hasta qué punto la dinámica de las sociedades de masa —y hoy día podríamos decir las sociedades digitalizadas del siglo XXI— fomenta una actitud ante la vida que fomenta la complicidad con las políticas y los regímenes del odio y de la crueldad.
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