La inderogabilidad singular del reglamento constituye una regla de vieja data en el Derecho administrativo. Se dice incluso que la misma antecede al Derecho administrativo contemporáneo y que su existencia se remonta al denominado Derecho regio. Así lo expresa CASSAGNE: “Durante el Derecho regio, la forma jurídica que instrumentaba las normas de alcance general que emitía el monarca o príncipe no podía derogarse para los casos particulares a través del dictado de actos de excepción” (CASSAGNE, Juan Carlos. Derecho Administrativo, tomo I, p. 54). Lo de viejo también ha sido explicado por la doctrina dominicana por vía del profesor Rodríguez HuertaS: “(…) se trata de un viejo principio del derecho administrativo que recoge la locución latina tu patere legem quam fecisti, que integra el bloque de normas jurídicas que conforma el principio de legalidad administrativa” (RODRIGUEZ HUERTAS, Olivo A. El principio de inderogabilidad singular de los reglamentos. GACETA JUDICIAL, 173, año 2003)

La regla supone que la Administración no puede inaplicar una disposición de naturaleza reglamentaria en un caso particular o concreto. Dicho de otro modo: a la Administración le está vedada la posibilidad de obviar, en un caso singular, lo dispuesto en un reglamento, no importando que se trate de la misma Administración que—en ejercicio de una potestad reglamentaria—haya dictado el mismo o que, incluso, no habiéndolo dictado, tenga un grado de superioridad jerárquica sobre el órgano que lo dictó.

De ahí que un acto administrativo no pueda excepcionar lo prescrito en una disposición reglamentaria. Así lo recoge, en efecto, la Ley núm. 107-13 en el párrafo III de su artículo 9: “Los actos administrativos no podrán vulnerar lo establecido en una disposición de carácter general, aunque aquellas tengan igual o superior rango a éstas.” Lo contrario conllevaría a la invalidez del acto administrativo, acorde con el artículo 14 de dicha normativa, en tanto que se trataría de una transgresión al principio de juridicidad o legalidad administrativa, esto es, al mandato constitucional (art. 138 de la Constitución; 3.1 de la Ley 107-13) que obliga a la Administración a sujetar plenamente sus actuaciones al ordenamiento jurídico del Estado.

Es este principio —el de legalidad administrativa— el fundamento más citado en doctrina en torno a la inderogabilidad singular de los reglamentos. Incluso más que el de la igualdad de trato (art. 39 de la Constitución; 3.5 de la Ley 107-13) o, por qué no, el de la seguridad jurídica (art. 110 de la Constitución; 3.8 de la Ley 107-13), ambos de innegable raigambre constitucional. El inmenso García de Enterría, en otro de sus clásicos ensayos, Observaciones sobre el fundamento de la inderogabilidad singular de los reglamentos (publicado en el año 1958), defendió la idea de la legalidad administrativa como fundamento de la citada regla (García de Enterría, Eduardo. Observaciones sobre el fundamento de la inderogabilidad singular de los reglamentos, en Legislación delegada, potestad reglamentaria y control judicial, 3ª ed., Madrid, Civitas, 2006, p. 305). Más recientemente, empero, se cuestiona con brillantez la suficiencia de ese y los demás principios citados como fundamento (véase a DOMENECH, Gabriel. Sobre la justificación del principio de inderogabilidad singular de los reglamentos. 2023: https://almacendederecho.org/sobre-la-justificacion-del-principio-de-inderogabilidad-singular-de-los-reglamentos).

Pero más allá de la discusión doctrinal sobre su fundamento, lo cierto es que la inderogabilidad singular encuentra mejor resguardo en la juridicidad administrativa (legalidad). Lo anterior es simple: el reglamento, en tanto que actuación normativa, se inserta directamente en el sistema de fuentes, es decir, en el ordenamiento jurídico del Estado. Es por ello que la Administración, cuya actividad se encuentra entonces sujeta al ordenamiento en toda su extensión, debe respetar también sus propios reglamentos. He aquí incluso uno de los aspectos que delimitan conceptualmente el reglamento del acto administrativo: su carácter normativo, abstracto, en contraposición del acto, que no es sino una manifestación de concreción (MEILÁN GIL) del ordenamiento jurídico (lo que incluye al reglamento).

En esos mismos términos lo expresa PEÑA SOLÍS: “Dicho principio no es más que una expresión concreta de otro principio fundamental, como lo es el de legalidad administrativa, ya que, conforme al mismo, la Administración está sometida al ordenamiento jurídico y, como es obvio, los reglamentos forman parte de este; por tanto, constituiría una flagrante violación a dicho ordenamiento tratar de dispensar, mediante un acto singular, su cumplimiento, cuando tal previsión no aparece recogida en el reglamento” (PEÑA SOLÍS, José. Manuel de Derecho Administrativo. Vol. I. CIDEP, Caracas, 2021, p. 439).  A lo precedentemente expuesto, como bien apunta PEÑA SOLÍS, habría que agregar, de la mano de SANTAMARÍA PASTOR, lo relativo a la superioridad cualitativa del reglamento respecto del acto administrativo.

Un buen ejemplo de cómo se quebranta esta regla lo es la Resolución 053-2019-MEM, de fecha 2 de julio de 2019, dictada por la Superintendencia de Electricidad (SIE), relativa a la denominada potencia firme y a su cálculo o forma de determinación a favor de ciertas empresas de generación. Un acto administrativo que, en contravención de lo dispuesto en un reglamento, dispensa a un selecto grupo de generadores —beneficiarios también de un poder especial del Poder Ejecutivo de 2018, por convertir sus centrales de generación a gas natural— de cumplir con lo previsto en los artículos 266 y siguientes (con especial énfasis en el artículo 269, literal f) del Reglamento General de Aplicación de la Ley General de Electricidad. ¿De qué estamos hablando?

De conformidad con el artículo 2 de la Ley núm. 125-01, se entiende por potencia firme como la potencia que puede suministrar cada unidad generadora durante las horas pico con alta seguridad. Se trata, en otros términos, de la capacidad de una central de generación para producir una unidad de energía; capacidad esta que se convierte en firme cuando esa central puede asegurar dicha producción en un período específico de demanda energética. Es sencillamente estar disponible para suministrar energía cuando así lo requiere el sistema.

Para garantizar la seguridad del suministro de energía, el reglamento de aplicación de la Ley núm. 125-01 establece un incentivo dirigido a los generadores térmicos o de energía gestionable. Este incentivo consiste en la asignación específica de una cuota económica mensual para las unidades generadoras que estén disponibles. Y la forma en la que deben calcularse dichos beneficios —que pueden ser más o menos dependiendo del factor básico de determinación— se encuentra reglamentariamente establecida en los artículos 266 y siguientes del reglamento citado: el factor básico lo constituye la llamada estadística de indisponibilidad acumulada de cada central generadora sobre una base de cálculo de diez (10) años para las centrales existentes; o, en el caso de unidades que no tengan diez (10) años de estadística, un valor referencial de tasa de indisponibilidad forzada para completar los diez (10) años, considerando estadísticas nacionales e internacionales para unidades termoeléctricas del mismo tipo.

Todo lo antes expuesto fue borrado mediante una actuación singular: un acto administrativo que dispuso un tratamiento excepcional a favor de ciertos generadores, inaplicando un texto reglamentario —en la parte referente a la estadística de indisponibilidad— y otorgando una calificación contra legem de “nueva” a plantas de generación que tienen, en algunos casos, más de treinta años en operación. Y esto, como es lógico suponer, se traduce, no solamente en una contradicción mayúscula de un reglamento expedido, peor aún, por el Poder Ejecutivo: ¡se trata de una manipulación total de un mercado regulado! Una manipulación que no resiste, por suerte, esa vieja regla que hoy cuenta con un reconocimiento expreso en nuestro derecho positivo: la inderogabilidad singular de los reglamentos.