Según el destacado escritor José Ulises Franco, una de las expresiones más arraigadas de nuestra sabiduría popular se encuentra en esta anécdota: se refiere a un campesino que, entre tragos de más, optó por lanzarse a un arroyo limítrofe de su comunidad. Así, primero exclamó: “¡Ahora estoy en Juan Mejía! ¡Agora estoy en Lucas!”. Luego, cayó de nuevo al agua y, al preguntársele dónde estaba, respondió: “¿Agora? ¡Agora estoy entre Lucas y Juan Mejía!”.
Muchos se estarán preguntando: ¿a qué viene esta anécdota inicial en un texto sobre inteligencia artificial? Prometo responderla a continuación.
Sin duda, la IA representa uno de los avances de mayor repercusión en la historia de la civilización. Prácticamente no hay área humana o social que no impacte, desde el trabajo hasta el sexo. Harari describe el profundo calado de esta revolución en ciernes así: “Por primera vez en la historia, los seres humanos están creando sistemas que pueden tomar decisiones por nosotros. Y lo hacen cada vez más en nuestras relaciones, nuestras economías, nuestras guerras”.
En este contexto, es lógico suponer que el mayor impacto de la IA se produce en el mundo del trabajo. Especialmente porque esta tecnología está concebida para sustituir la necesidad del trabajo humano, tanto físico como cognitivo. Este cambio supera incluso lo que significó la revolución industrial del siglo XIX, que trajo una nueva relación entre el ser humano y el trabajo. Con la IA, este vínculo se transformará de forma aún más intensa. Por eso, hoy se habla de una tercera, y muy distinta, revolución industrial.
Este es precisamente uno de los temas más debatidos a nivel mundial: la incidencia de la IA en el ámbito laboral. Según estudios recientes auspiciados por Goldman Sachs y McKinsey, se estima que, como consecuencia de la aplicación de la IA, podrían perderse entre 400 y 800 millones de trabajos a nivel global. Por su parte, una investigación de la OIT y el Banco Mundial, centrada en América Latina y el Caribe, indica que entre el 26 % y el 38 % de los empleos en la región podrían verse afectados, lo que representa aproximadamente 87.8 millones de puestos de trabajo. Su conclusión es contundente: la brecha digital en nuestra región será aún más brutal.
Y no se trata solo de mano de obra industrial. La influencia llega ahora a los sectores de servicios y del conocimiento. En la industria del entretenimiento y la propiedad intelectual, por ejemplo, se estima que los ingresos globales del sector musical y audiovisual podrían reducirse entre un 20 % y un 25 % para 2028.
Ni hablar de la medicina, donde la IA podría incluso programar células humanas. O del derecho, donde está transformando toda su estructura y se plantea incluso la automatización de servicios legales clave. Recientemente, el controversial Elon Musk advirtió: “La IA pronto superará a los médicos y abogados por un amplio margen (y eventualmente, a todos los humanos en casi todo)”. Ante esto, llamé a un apreciado amigo y reputado médico en Miami —que suele presumirse también abogado— y, al bromear con él y advertirle que pronto nos quedaríamos sin trabajo, me respondió: “Sí, pero para eso falta un chin, no tan chin…”.
Preocupado por estos inciertos escenarios, Harari nos convoca a una reflexión profunda. Nos advierte que este nuevo orden podría “crear las sociedades más desiguales que jamás hayan existido. Toda la riqueza y el poder podrían estar concentrados en manos de una élite minúscula, mientras que la mayoría de la gente sufriría no la explotación, sino algo mucho peor: la irrelevancia”. Ese tipo de “ocio” forzado sería letal para el mundo, pues sería deshumanizante, riesgoso y profundamente injusto.
Frente a esta disyuntiva, son cada vez más los sectores sociales que, a nivel global, nos exhortan a crear conciencia sobre el problema. Es urgente hacer un uso responsable, ético y justo de estas herramientas avanzadas. Regularlas globalmente. Sujetarlas a principios. Una de las voces más autorizadas sobre el tema fue la del Papa Francisco, quien en 2024 expresó: “El desarrollo de la IA y del aprendizaje automático tiene el potencial de aportar una contribución beneficiosa al futuro de la humanidad. Sin embargo, este potencial solo se hará realidad si existe una voluntad coherente por parte de quienes desarrollan las tecnologías de actuar de forma ética y responsable”. Me adhiero plenamente a esta visión de la IA.
Paradójicamente, otro de los beneficios que se vislumbran del desarrollo de la IA es la posibilidad de dignificar la condición humana desde otra vertiente. El exceso de trabajo ha esclavizado al hombre, lo ha reducido a un mero algoritmo, le ha restado libertad y dignidad. Por eso, según Byung-Chul Han, vivimos en la sociedad del cansancio, donde “la vida se ha convertido en supervivencia. El sujeto que se ve forzado a aportar rendimiento termina extenuado y depresivo, hastiado de sí mismo”.
Ante esta lacerante realidad —y de forma esperanzadora, o quizá quimérica—, se ha planteado que el reinado de la IA en el mundo laboral podría reivindicar la esencia humana. Si la IA asume las tareas más intensas, el ser humano podría recuperar tiempo para valores sociales primordiales que se han ido perdiendo en la evolución de la civilización. Entre ellos, el del ocio sano. Ese otro ocio. Como señala Anastasia Siapka: “La perspectiva de una automatización masiva impulsada por la IA, lejos de ser una amenaza, es más bien deseable en la medida en que facilita el florecimiento humano y, posteriormente, su participación en el ocio”.
Ojalá así sea, aunque hay razones para mantener una sana cautela. En todo caso, como se habrá comprobado, con la IA no todo es catastrófico ni completamente virtuoso. No todo es Lucas o Juan Mejía. Hay que situarse entre ambos. Entre Lucas y Juan Mejía.
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