"El crimen organizado no es invencible, pero lo será mientras la corrupción le abra las puertas" — Carlos Fuentes

Uno de los aciertos más contundentes de la administración Trump fue declarar a los cárteles de la droga como organizaciones terroristas. No fue solo un cambio de etiqueta legal, sino un reconocimiento explícito de que estas redes criminales alcanzan un poder, una capacidad de violencia y una sofisticación logística equiparables, o incluso superiores, a las de grupos extremistas que amenazan la seguridad nacional. La amenaza no se limita a Estados Unidos, sino que se extiende a toda la región, desde México hasta Centroamérica, con ramificaciones en Europa, Asia y África, gracias a redes de distribución que se comportan como multinacionales del crimen.

El caso del fentanilo es el ejemplo más claro de esta crisis. Esta droga sintética, hasta 100 veces más potente que la morfina, nació como un analgésico hospitalario de uso controlado y terminó convertida en el principal vector de una epidemia mortal. En 2023, cerca del 70% de las más de 107,000 muertes por sobredosis en Estados Unidos estuvieron vinculadas al fentanilo y otros opioides. Este no es un fenómeno aislado: la droga llega mezclada con cocaína, metanfetamina e incluso pastillas falsas de medicamentos recetados, lo que aumenta exponencialmente el riesgo de muerte en consumidores que muchas veces ni siquiera saben que la están ingiriendo.

No se trata solo de un drama sanitario. El consumo compulsivo alimenta la delincuencia callejera, incrementa la violencia doméstica, destruye familias, reduce la fuerza laboral y erosiona los vínculos comunitarios. En ciudades estadounidenses como Filadelfia, San Francisco o Portland, barrios enteros fueron tomados por el consumo abierto, con imágenes que recuerdan zonas de guerra sanitaria.

Detrás de cada dosis incautada hay un engranaje criminal tan eficiente como perverso. Investigaciones recientes desde Culiacán revelan la precisión con la que el Cártel de Sinaloa coordina la producción, el ocultamiento y el traslado del fentanilo hacia el norte. Desde compartimentos secretos diseñados para evadir rayos X y perros antidrogas, hasta el uso de precursores químicos camuflados en cargamentos legales, cada eslabón de la cadena está calculado. La red de corrupción que lo hace posible se extiende desde soldados mexicanos en retenes hasta agentes fronterizos estadounidenses en puestos de control, pasando por un sistema de “halcones” que alerta sobre movimientos policiales o militares.

La presión binacional obliga a los cárteles a modificar tácticas: cargas más pequeñas, rutas más diversificadas, laboratorios desplazados a nuevas regiones, centros de acopio móviles y hasta alianzas coyunturales con rivales históricos. Esta capacidad de adaptación confirma que estamos frente a estructuras con disciplina cuasi militar, capital financiero casi ilimitado, sistemas de lavado de dinero sofisticados y una cobertura corrupta que se extiende a ambos lados de la frontera.

El fentanilo no es solo un “problema de drogas”, sino un desafío integral que combina salud pública, crimen organizado, corrupción institucional y fragilidad del Estado. Declarar a los cárteles como organizaciones terroristas fue un paso necesario porque les da un estatus jurídico y político acorde con la magnitud de la amenaza. Bajo esa figura, se abren mecanismos legales como sanciones internacionales, congelamiento de activos, órdenes de captura globales y operaciones conjuntas con aliados para neutralizar sus fuentes de financiamiento y sus redes de apoyo logístico.

Sin embargo, la designación por sí sola no resuelve el problema. Debe acompañarse de políticas coordinadas que reduzcan la oferta —desmantelando laboratorios, interceptando precursores químicos y rompiendo las cadenas de lavado de dinero—, y que al mismo tiempo disminuyan la demanda a través de campañas masivas de prevención, acceso a tratamientos y programas de reinserción social. Experiencias en otros países, como la ofensiva contra los grupos paramilitares en Colombia o la guerra contra la mafia italiana, muestran que la combinación de presión judicial, cooperación internacional, control financiero y movilización social puede debilitar incluso a estructuras profundamente enraizadas.

No bastan decomisos récord ni arrestos mediáticos. La verdadera victoria pasa por destruir el ecosistema criminal que produce, transporta y distribuye la droga, y por cerrar las grietas institucionales que la corrupción mantiene abiertas. Si se reconoce a los cárteles como terroristas, deben aplicarse contra ellos las mismas estrategias de inteligencia, cooperación multinacional, presión financiera y aislamiento diplomático que se usan contra cualquier red extremista global.

Cada día de demora significa más jóvenes muertos, más familias destrozadas y más poder acumulado por los cárteles. El tiempo de la tibieza se acabó. La respuesta debe ser implacable, sostenida y respaldada por una alianza internacional que entienda que el fentanilo no es un problema exclusivo de México o de Estados Unidos, sino una amenaza transnacional cuya expansión solo se detendrá cuando se les trate como lo que son: actores terroristas con capacidad de devastar sociedades enteras.

Julio Santana

Economista

Economista, especialista en calidad y planificación estratégica. Director de Planificación y Desarrollo del Ministerio de Energía y Minas.

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