Manuela tenía dieciséis años cuando supo que estaba embarazada. Era huérfana y vivía con su abuelo, un hombre cansado que la había criado como pudo. Dio a luz antes de tiempo a un niño que murió a los pocos días. A ella le dieron el alta médica, pero se fue con fiebre. Una fiebre que nunca se fue.
La llevaron al hospital una y otra vez. Siempre decían lo mismo: que era por la leche que no llegó a dar, por los senos hinchados. Hace un mes, Manuela murió en una unidad de cuidados intensivos. Ni siquiera tuvo el derecho de aparecer en las estadísticas de mortalidad materna.
Dicen que murió por una infección. Pero yo sé que la mató una cadena de violencia: pobreza, silencio e indiferencia.
Su historia es el rostro del embarazo adolescente en República Dominicana. Un país que, en la práctica, obliga a las niñas a parir.
El embarazo en niñas y adolescentes no es un “descuidado”. Es una forma extrema de violencia contra las mujeres. En este país, más del 90 % de los embarazos en niñas menores de 15 años son resultado de abuso sexual por parte de adultos cercanos. Detrás de los fríos porcentajes hay una verdad brutal: ningún embarazo en una menor de 14 años puede considerarse consentido. Es, siempre, una violación.
Muchas adolescentes llegan a hospitales donde son juzgadas, no protegidas. Mientras tanto, los agresores—hombres adultos, a menudo de su entorno—caminan en impunidad.
Las secuelas que enfrentan son profundas. En sus cuerpos, el riesgo de muerte materna, partos prematuros y complicaciones graves se multiplica. En sus almas, cargan con depresión, ansiedad y un trauma que las persigue. Muchas abandonan la escuela, consumidas por el estigma y la falta de apoyo, mientras el país sigue enfocándose en atender el embarazo adolescente, pero no en prevenirlo. Lo trata como un asunto de moral y salud, nunca como lo que es: violencia sistémica contra las mujeres.
En muchas comunidades, las uniones tempranas se justifican en nombre de la “tradición”. Pero la cultura no puede ser excusa para perpetuar una violación. Este ciclo de desprotección puede romperse: con educación sexual integral, acceso real a anticonceptivos, proyectos de vida claros y una justicia que actúe.
Cada adolescente embarazada representa un fracaso del país. Un Estado que permite esto no protege su futuro.
Manuela no murió sola: murió con todas las que siguen atrapadas en un sistema que las ignora.
Protegerlas no es caridad. Es justicia.
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