La vinculación entre Constitución y cultura se debe sobre todo a Peter Häberle, jurista inmenso fallecido hace muy poquito tiempo. Para Häberle, la Constitución es (y hace) cultura, del mismo modo que la cultura es (y hace a) la Constitución. Así, la Constitución no es solo norma garante de derechos y organizadora y limitadora del poder, sino también reflejo de nuestros códigos idiosincráticos, nuestros inputs culturales, nuestra lengua y nuestro arte.

Constitución y cultura comparten, además, una apuesta por lo utópico: no por lo irrealizable, sino por todo lo que es posible. Reproducen la misma vocación transformadora: aquella que apunta a la progresiva evolución del presente a través del reconocimiento de la diversidad y el desacuerdo y la paralela (y permanente) promoción de la autonomía y la libertad de pensamiento, expresión, opinión y creación.

La libertad cultural y la expresión artística se explican, pues, a partir de una configuración constitucional que se propone fomentar la libertad para potenciar el universo de posibilidades y, de paso, construir tolerancia y perspectiva. El vehículo de esta promesa es la convergencia armónica entre escuelas, visiones, interpretaciones y métodos. De ahí que la Constitución diga lo que dice en su artículo 63.1 y que, además, constitucionalice el derecho a la cultura. En una Constitución como la nuestra (suprema, normativa, fundamental), este lenguaje tiene una trascendencia singular. En fin, que la firmeza de la apuesta constitucional por la política cultural y la expresión artística es consecuencia natural del marco a través del cual la Constitución entiende (y diseña) la libertad misma. Se determinan y justifican entre sí.

Esta constitucionalización de la utopía deja muy malparada la reciente anulación del premio otorgado a la obra «Lo que no se saca de raíz, vuelve a crecer», autoría de Karmadavis y presentada en la 31.ª Bienal Nacional de Artes Visuales. A una cadena de infracciones a la Constitución y la ley (que también, y por razones de peso) se suman productos de difícil justificación. Y es que la resolución del ministro de Cultura no hace más que ahogar la libre expresión artística, cancelando buena parte de sus posibilidades de realización. Si ya era en sí mismo insólito deshacer el trabajo de dos jurados técnico-artísticos y una comisión especializada, lo es todavía más pretender zanjar, a golpe de diccionario, una discusión de por sí compleja y profunda.

Es obvio que este modo de proceder contamina la esencia misma de la libre expresión artística. Así que no se está solo ante un despropósito argumentativo (o acaso un error de bulto) que desdibuja un desacuerdo legítimo con potencial para desterrar tópicos y extender el contorno del lente artístico local; se está, también, ante una intervención administrativa insostenible en un ordenamiento jurídico que apuesta por la progresiva promoción de la libre actividad artística y cultural.

Esta constitucionalización de la utopía deja muy malparada la reciente anulación del premio otorgado a la obra «Lo que no se saca de raíz, vuelve a crecer», autoría de Karmadavis y presentada en la 31.ª Bienal Nacional de Artes Visuales.

Así que, además de oponerse a la libre expresión artística y torpedear la estabilidad y consistencia de la Bienal, la resolución aspira –y, lo que es peor, de aquella manera— a finiquitar un asunto que amerita un diálogo abierto, plural y sincero sobre la intersección entre arte, política y memoria histórica. Cuesta comprender que un escenario como este, en el que se recrean cuestiones de derecho constitucional inéditas en nuestro archivo jurisprudencial, quede marcado por un argumento que, entre otras cosas, resulta simplista.

Conviene atender a la configuración constitucional de la cultura y abrazar su elemento utópico. Solo así puede honrarse el voto de libertad que en nuestro favor consagra la Constitución. Más allá: solo así puede hacerse valer el espíritu transformador que tanto ha hecho por nuestro patrimonio artístico y que alimenta la imagen dinámica e inquieta que sobre nuestra cultura asume la Constitución.

El costo reputacional sobre la Bienal es solo el producto inmediato de lo ocurrido. A medio y largo plazo, la política cultural del Estado y la comunidad artística local tienen ante sí un desafío trascendente. De su adecuado abordaje y definición depende la satisfacción de la promesa constitucional para con la cultura. Apenas eso, que de por sí es mucho.

Pedro J. Castellanos Hernández

Abogado

Licenciado en Derecho por la Universidad Iberoamericana (UNIBE), con Maestría en Derecho Constitucional y Procesal Constitucional por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM). Su experiencia profesional combina el ejercicio privado, como litigante y consultor para firmas nacionales, con la función pública, específicamente como letrado y, posteriormente, Director de Asuntos Contenciosos del Tribunal Superior Electoral de la República Dominicana. Docente en grado y posgrado en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM), ha publicado diversos artículos en medios periodísticos, además de colaborar en publicaciones especializadas en su área de práctica.

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