Dentro de esos amigos que van quedando siempre arriba del colador, tengo a Jimmy Hungría como una de las piezas más amplias e insolubles.

La amistad es ese correr entre palabras que chocan, se entrecruzan, y que como diría el Ché en la famosa carta a Charles Bettelheim -y luego inmortalizado como slogan en Radio Popular-, “a veces se organizan”. ¿Qué queda de esas correrías desde los últimos días de la infancia hasta ahora, en esos avatares del último cuarto del siglo XX hasta estos ya primer cuarto del 21? Tantas frases, cosas, espacios que se diluyendo, reduciendo, escapándose. Aprecias entonces lo que queda apegado a su tronco, a su Silviano “rabo de nubes”, a esa combinación de ingenuidad, bondad, candidez que nunca amaina. Eso es Jimmy Hungría.

Jimmy Hungría retratado por Jaime Guerra, marzo de 2025

Siempre he escrito sobre mis amigas y amigos. Al “escribirlos”, me escabullo, siento sombras, se amplían esos ecos que te permiten seguir pensando, ampliando, mejorando, insistiendo en esta belleza del film, el cuento, la anécdota, los amigos, los vaivenes de esta ciudad siempre volviendo y revolviéndose.

Jimmy Hungría es parte de infinidad de historias de ese Santo Domingo habitable. Una ciudad a veces es como una inmensa caja de huevos donde en cada cubículo habrá un gallo o gallina esperando alguna sorpresa. En los últimos 50 años Jaime Roberto Hungría Cucurullo ha entrado y salido dentro de una familia de película. Desde aquel carro de su padre que se puede ver todavía en el Padrino II hasta las andanzas de Jimmy y Maritza -una de las parejas más hermosas que todavía se agarran de la mano en esta ciudad-, siempre hemos dispuesto de algunas de sus esferas.

Lo primero es su prodigiosa memoria y ese chorro de informaciones que a veces es como lava sobre Pompeya. Luego están sus vivencias por un Santo Domingo más lejano: esa inmensidad de salas de cine donde siempre dejamos a un amigo, un soundtrack, esos Humphreys Bogarts y Woody Allenes eternos en los que muchas veces nos fuimos convirtiendo.

A falta de parques, cafés, bohemia, tuvimos cines. No fueron muchos, pero alrededor de ellos siempre se tejían historias, convivencias, fulanito haciendo un show, o guillado, o con una novia clandestina, o fulanito, eterno crítico estrella del “pudo haberlo hecho mejor”.

El cine nos unía. Aferrarnos a esos bancos y desconsolarnos o salir orondos luego de “La primera carga al machete” en el Cine Colonial nos convertía en cinéfilos de armas a tomar. También nos resquebrajábamos, como aquella que salía por primera vez con una novia, trataba de deslumbrarla en el Élite y con “2001, Odisea del espacio”, y mientras trataba de mostrar mi perfil más brillante e inteligente ahí se aparecía el Jimmy, para bajarme el ritmo de la fiesta y hasta descuidando por un buen rato mi oficio de reciente novio. Pero no importaba. Fuese con el estreno de “Anny Hall” o “Looking for Mr. Goodbar” en el Capitolio, ahí estaba el Hungría, viendo una, tres, cinco veces. Y por entonces no estaba solo. Por entonces sí que había esa trulla de cinéfilos devorando cuando cosa pasaba en la pantalla, como Jimmy Gómez, Tony Capellán, para luego integrarse Jorge Pineda en la camada de aquellas terribles quintas filas del Olimpia, el Rialto, que si “El desierto de los Tártaros” o “La vuelta al mundo” con Cantinflas y David Niven. El momento más memorable, sin embargo, ocurriría en 1982, cuando con Jimmy hiciéramos ¡hasta una fila en el Cine Independencia para ver “El día que me quieras”, con Carlos Gardel.

Aunque ya he escrito sobre Jimmy en otra ocasión -como cuando  puso a circular su libro “Helados que el tiempo derritió”-, todo esto me viene a cuento por esta foto que nuestro gran artista visual Jaime Guerra ha registrado con el siguiente comentario: “hacía años quería hacer un buen retrato de Jimmy. Por fin lo logré”.

Este es el Jimmy más de ahora. Con esta pinta de entrenador para un curso de la Isla de Robinson, me transmite mucho espíritu, curiosidad, impasibilidad cuasi griega. ¿Estamos ante un personaje de Theo Angelopoulos en “La mirada de Ulises”? No sé. Seguramente. Pero dejémonos de hacer ese tipo de habitual cita que darían la sensación de que soy un autor más avispado de la cuenta. ¡Zafa! Dejemos de interpretar una imagen, que al final es sólo una pizca de ese personaje que a través de los años tanta bondad ha compartido.

Al pensar en Jimmy, naturalmente me viene a la memoria don José Joaquín y doña Olga, meciéndose en aquella casa tan acogedora de la Josefa Perdona. Vuelvo a Oscar Hungría siempre con ese aire angelical y esos proyectos que se esfumaban tan pronto se esbozaban. Me instalo en aquellas tardes de domingo, oyendo Junior y a Tommy hablando sobre el Licey, uno de los temas más aburridos de cualquier fin de semana, pero que en sus voces era algo hasta encantador.

Seguramente debí escribir sobre grandes temas de la literatura o de la política. Pero no. Si la palabra salva y sana, que algunas sean dichas para celebrar la amistad y sus encantos, lo único que nos queda. Cuando Santo Domingo se me deshace y la amistad a veces es un ping pong de gente pidiendo contactos y tú ofreciendo talonarios, alegra y consuela pensar en seres hermosos y únicos -con saludos a Maritza, naturalmente, que no se queda lejos…. Ohhhh, dear Maritza!!!

Le agradezco también a Jaime Guerra por esta imagen tan especial y única. Siempre que puedo, comparto a Jimmy con mis amigos más queridos. A veces me siento como uno de esos repartidores de Amazon en Bella Vista, o tal uno de los ángeles fallidos de “Cielo sobre Berlín”. ¿O tendría que pensar en Nosferatu?

Al pensar en Jimmy y celebrar y celebrarlo, vuelvo al poema de Antonio Machado, “Desde el umbral de un sueño”:

Desde el umbral de un sueño me llamaron…
Era la buena voz, la voz querida.
-Dime: ¿vendrás conmigo a ver el alma?…
Llegó a mi corazón una caricia.
-Contigo siempre… Y avancé en mi sueño
por una larga, escueta galería,
sintiendo el roce de la veste pura
y el palpitar suave de la mano amiga.

Miguel D. Mena

Urbanista

Editor, docente universitario y urbanista

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