Israel no llegó a creer en otra vida después de la muerte, por sus buenos y piadosos deseos. Es más, durante siglos, Israel pensó que no había más nada que esta vida y así lo expresó: “lo único que el hombre puede esperar es comer, beber y pasarlo bien” (Eclesiastés 2, 24) y llegaba a esta conclusión: “Pues hombre y bestia tienen la misma suerte; la muerte es tanto para uno como para el otro. El aliento es el mismo y el hombre no tiene nada más que el animal. Esa es otra cosa que no tiene sentido” (Eclesiastés 3, 19).

Pero profundizando en la lealtad del Señor, Israel en el libro de Job alcanzó esta convicción al enfrentar la muerte: “¡Oh, si mis palabras se escribieran, Si se grabaran en un libro!  ¡Si con cincel de hierro y con plomo Fueran esculpidas en piedra para siempre! Yo sé que mi Redentor (Defensor) vive, Y al final se levantará sobre el polvo.  Y después de deshecha mi piel, Aun en mi carne veré a Dios; al cual yo mismo contemplaré, Y a quien mis ojos verán y no los de otro. ¡Desfallece mi corazón dentro de mí! (Job 19, 23 – 27). La plenitud que anhelamos no la alcanzamos en esta vida. “Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón no reposa hasta que descanse en ti” decía San Agustín.

El Dios que está a favor de la vida, no dejará que la muerte tenga la última palabra sobre ninguno de nosotros. Él es nuestro “goel”, nuestro defensor. El Dios que nos sacó de la nada por pura iniciativa suya, no nos devolverá a la nada, sino que “nos enseñará el camino de la vida y nos saciará de gozo en su presencia” (Salmo 16, 11).

Todo el que sufre extiende su mano buscando una mano amiga y pide “no te quedes lejos” (Salmo 22, 19 – 31). Todo el que ama quiere estar cerca del ser querido. Lo que vaya a suceder con cada uno de nosotros luego de la muerte depende del cariño que nos tiene Jesús de Nazaret. Así expresó su deseo: “En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. De no ser así, no les habría dicho que voy a prepararles un lugar. Y después de ir y prepararles un lugar, volveré para tomarlos conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes.”  (Juan 14, 2 – 3).

Nosotros somos los discípulos de Jesús que escuchamos su voz y él nos conoce. Le seguimos y nos da la vida eterna. Somos las personas que nunca perecerán y nadie nos arrebatará jamás de su mano (Juan 10, 27 – 28).

La razón por la que Pablo se atrevió a escribirles a lo tesalonicenses: ante la muerte de los seres queridos “no se entristezcan como la gente que no tiene esperanza” 1ª Tesalonicenses 4, 13 – 18), es porque la victoria de Cristo resucitado llegará a su plenitud con la resurrección de cada uno de nosotros. El Dios que nos llamó a la existencia nos quiere junto a Él por toda la eternidad (Juan 3, 16).

Ante la tragedia, las vidas tronchadas, nos sentimos como el profeta, “en viento y en nada he gastado mis fuerzas” (Isaías 49, 4).

A los que creemos que el crucificado resucitó, la luz de su cruz ilumina todas las cruces y la cañada oscura; nos va abriendo un camino y fundamenta nuestras vidas en la lealtad del Padre que no quiere que ninguno perezca (Mateo 18, 10).

Nosotros también escuchamos con el salmista: “Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Salmo 26, 13 – 14).

Manuel Maza Miquel, sj

Sacerdote

Manuel Pablo Maza Miquel, S.J. (La Habana, 1945). Ph.D en Historia de América Latina, Georgetown University (1987). Lic. en Teología Fundamental, Universidad Gregoriana (1975). Lic. en Estudios Clásicos, Fordham University (1967). Conoce RD desde 1967. Sirvió en la parroquia de Los Guandules (1977–1984). Profesor en PUCMM desde 1987 y en el Instituto Superior Pedro Francisco Bonó (1987 –2012). Ha publicado 6 libros sobre Iglesia y Sociedad en Cuba, 2 sobre Historia de la Iglesia Católica y otros 12 sobre espiritualidad, temas juveniles y cuentos navideños. Publica en los periódicos Listín Diario, Hoy y Camino. Con la PUCMM ofrece cursos virtuales de Historia y Teología.

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