La modernidad líquida, en palabras de Zygmunt Bauman, ha convertido la vida en un escenario cambiante donde las instituciones antes sólidas pierden fuerza y los vínculos sociales se disuelven con facilidad. En este contexto, las iglesias, que históricamente ofrecieron comunidad, cercanía y apoyo mutuo, enfrentan hoy la tentación de reducirse a experiencias virtuales.

Este no es un escenario futurista. Hoy ya se experimenta con fuerza. El aislamiento de más de un año provocado por la pandemia de COVID-19 consolidó la práctica de los cultos en línea y el consumo de contenidos espirituales a través de pantallas. Lo que en principio fue una salida de emergencia se convirtió en un hábito para muchos. La vida urbana, el consumismo y la comodidad del acceso digital son aliados poderosos de esta tendencia, basta un clic para “asistir” a la iglesia desde casa, sin desplazamientos ni horarios fijos.

Ya desde las décadas de los ochenta del siglo pasado venían conformándose lo que algunos autores, como Hugo Assmann en Brasil, denominaban iglesias electrónicas. Estas estaban representadas en evangelistas norteamericanos que, a través de la televisión y las cadenas satelitales, lograron proyectar sus mensajes por todo el continente. Aquella primera oleada mediática abrió el camino a la virtualización de la fe y anticipó lo que hoy vemos con las plataformas digitales e internet, la expansión de lo religioso más allá de los muros físicos de los templos.

El auge de la tecnología y de la inteligencia artificial ha abierto un camino de innovaciones sorprendentes. Surgen sermones generados por algoritmos, consejerías espirituales automatizadas y cultos celebrados en entornos virtuales. Hoy un creyente puede seleccionar predicaciones a demanda e incluso vivir la fe como un consumo individual. Esto puede ampliar el acceso y la comodidad, pero también debilitar la experiencia comunitaria que ha sido el corazón de las religiones a lo largo de la historia.

Un amigo me dice que, como producto de la expansión tecnológica y de la inteligencia artificial, no falta mucho para que podamos solicitar a una plataforma digital que nos comunique con Jesucristo y mantener una conversación como si estuviéramos frente a Jesús vivo. Esta afirmación, que suena provocadora e incluso futurista, refleja hasta qué punto la imaginación religiosa puede verse entrelazada con la promesa tecnológica, borrando las fronteras entre lo simbólico, lo espiritual y lo virtual.

Aquí entra en juego un elemento interesante. En la tradición cristiana, la idea de que la salvación es individual, donde cada persona responde personalmente ante Dios, ha tenido un peso enorme. En la cultura actual, marcada por el individualismo, esta enseñanza puede reforzar la idea de que “yo y mi fe bastamos” sin necesidad de comunidad. De esta forma, un principio religioso se convierte en aliado de una tendencia cultural global.

Ahora bien, este fenómeno no se da por igual en todas partes. Es probable que llegue más tarde a pueblos indígenas, comunidades rurales de África, América Latina, India o el sudeste asiático, donde la conectividad es limitada y las prácticas comunitarias siguen siendo muy fuertes. Pero sería un error pensar que estas regiones quedan fuera de la revolución digital. Lo que se observa es una dualidad estructural que combina lo presencial y lo virtual, lo ancestral y lo moderno, lo comunitario y lo individual.

Nada más dramático para la humanidad que los tejidos sociales que permiten la interacción viva y directa se vayan debilitando. Como advirtió Émile Durkheim, la cohesión social es el fundamento mismo de la vida colectiva y cuando los lazos se fragmentan se instala la anomia, es decir, la pérdida de sentido común compartido. Jürgen Habermas, por su parte, nos recuerda que la acción comunicativa es la base para construir consensos y sostener una vida democrática. Si esos espacios de encuentro real se ven sustituidos por vínculos virtuales efímeros, la calidad misma de lo humano se empobrece. Frente a esto, resuenan las palabras de Jesús “donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20) y la afirmación de Pablo de que “así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo” (1 Corintios 12:12). La fe, en su raíz, remite a la comunión, no al aislamiento.

La pregunta que queda abierta interpela a creyentes y no creyentes por igual. ¿Harán estas transformaciones más sólidas los lazos humanos o, por el contrario, nos conducirán hacia una soledad digital disfrazada de comunidad? Porque, más allá de la fe, todos compartimos la necesidad de pertenecer, de ser reconocidos y de encontrar espacios donde lo humano no se diluya en la frialdad de la pantalla.

Bernardo Matías

Antropólogo Social

Bernardo Matías es antropólogo social y cultural, Master en Gestión Pública y estudios especializados en filosofía. Durante 15 años ha estado vinculado al proceso de reformas del sector salud. Alta experiencia en el desarrollo e implementación de iniciativas dirigidas a reformar y descentralizar el Estado y los gobiernos locales. Comprometido en los movimientos sociales de los barrios. Profesor de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, la Universidad Autónoma de Santo Domingo –UASD- y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales –FLACSO-. Educador popular, escritor, educador y conferencista nacional e internacional. Nació en el municipio de Castañuelas, provincia Monte Cristi.

Ver más