“Las civilizaciones mueren por suicidio, no por asesinato” – Arnold J. Toynbee.
Para 2010, aunque todavía se proclamaba la fortaleza de la democracia liberal y de la hegemonía estadounidense como modelo universal, las grietas en ese edificio ya eran visibles para quienes no se dejaban seducir por los discursos triunfalistas. Factores cruciales fueron la expansión de la OTAN más allá de lo pactado con Rusia, las intervenciones militares en Medio Oriente, el uso arbitrario de sanciones económicas, las amenazas de recurrir a la fuerza militar ante cualquier intento de no sometimiento, y la manipulación, cuando no la destrucción, de los organismos multilaterales.
Todo demostraba que lo que se presentaba como defensa de la libertad era en realidad un recurso renovado de control global, esta vez enfrentado a un Sur Global más consciente de sus propios intereses.
Quince años después, el panorama es todavía más evidente. Estados Unidos y sus aliados europeos ya no pueden ocultar el desgaste de un sistema sostenido en la supremacía militar, en guerras desatadas bajo pretextos poco convincentes, en la primacía del dólar y en el dominio mediático. La pérdida de hegemonía no es solo económica o geopolítica, también moral y cultural. Washington se ha convertido en un epicentro de la violencia política, del consumo masivo de opioides, de los tiroteos que arrebatan vidas valiosas y de una polarización que resquebraja los cimientos de su democracia interna. Trump, lejos de mitigar esta fragmentación, la ha agudizado, como lo revela el asesinato del activista conservador Charlie Kirk, víctima de una sociedad que normalizó la violencia política. Difícil resulta exportar un modelo que se desmorona en casa.
En Europa, la sumisión a los dictados de Washington la llevó a dinamitar sus propias bases energéticas e industriales, siguiendo sanciones que le costaron billones en inversión y bienestar social.
El caso alemán es revelador. Antes de 2022, el 55% del gas natural provenía de Rusia, en gran parte a través de Nord Stream. Tras el sabotaje que destruyó tres de sus cuatro ramales y el corte del suministro alternativo vía Polonia, las familias vieron dispararse sus facturas. Según Verivox, una familia de cuatro miembros pagó unos 6,000 euros adicionales desde 2022; las parejas 3,700 y los hogares unipersonales no menos de 1,800. Incluso con alivios fiscales, electricidad y gas siguen en 14 y 74% por encima de los niveles previos al conflicto, erosionando los ingresos de millones de hogares.
El golpe energético arrastró a Alemania a su primera recesión consecutiva desde principios de los años 2000, con caídas en 2023 y 2024. El canciller Friedrich Merz admitió que el país enfrenta una crisis estructural y que buena parte de su economía “ya no es verdaderamente competitiva”.
Aun así, Berlín ha respaldado el plan RePowerEU para eliminar por completo las importaciones rusas en 2028 y ha bloqueado cualquier intento de reactivar Nord Stream. En la práctica, la Unión Europea se ha convertido en rehén de una estrategia que beneficia al complejo militar estadounidense y a las corporaciones energéticas de ultramar, mientras pulveriza la capacidad de decidir sobre su propio futuro.
A esa desindustrialización se suma una crisis política que alimenta los extremos. El relato oficial de una supuesta amenaza rusa se repite sin cesar, aunque Moscú nunca ha dado señales de pretender invadir Berlín, París, Roma o cualquier otra capital importante del viejo continente. El propio Putin lo reiteró en el Club de Discusión Valdai en Sochi, subrayando que cualquier acción rusa solo ocurriría como respuesta a la militarización y a la hostilidad de Europa. Moscú insiste en que solo se defenderá si se ve amenazado. La propaganda, sin embargo, funciona como cortina de humo que oculta la decadencia social y el malestar de poblaciones que ven deteriorarse sus ingresos y desmantelarse conquistas históricas.
El miedo a un enemigo exterior reemplaza el debate profundo sobre el desempleo, la desigualdad y la pérdida de soberanía.
El mundo asiste a un momento peligroso. Mientras se debilita el poder unipolar, emergen nuevas potencias con intereses diversos como China, Rusia, India, Irán, Turquía o Brasil. En este marco, la consolidación de los BRICS representa quizá el primer ensayo estructurado de fragmentación del sistema unipolar. No es solo una coalición política circunstancial, sino un bloque que agrupa a más del 40% de la población mundial y que ya supera, en PIB ajustado por paridad de poder adquisitivo, al conjunto del G7. La transición hacia un orden multipolar no es un deseo, sino una realidad con bases materiales cada vez más firmes.
Lo preocupante es que el declive de la hegemonía no ha significado el fortalecimiento inmediato de un sistema internacional más justo. La crisis de liderazgo global da lugar a un vacío donde impera la ley del más fuerte y donde el derecho internacional es constantemente vulnerado.
El Consejo de Seguridad de la ONU está paralizado, los organismos financieros actúan como brazos del capital especulativo y los pueblos desde Palestina hasta África subsahariana pagan el precio de una transición desordenada y cruel.
El derrumbe del orden unipolar no debería celebrarse con ingenuidad. Significa el fin de un ciclo de abusos y chantajes, pero también abre la posibilidad de escenarios más caóticos y destructivos.
La gran pregunta que debería guiar a la humanidad es si seremos capaces de construir un nuevo orden multipolar que priorice la paz, la cooperación y la justicia social, o si caeremos en la tentación de repetir la barbarie con nuevos protagonistas. La experiencia de los BRICS muestra que existen caminos para articular un orden distinto, apoyados en su peso demográfico, en su creciente influencia comercial y en la voluntad de reducir la dependencia de Washington y Bruselas. Aunque sus límites son evidentes, este bloque es hoy el laboratorio más serio para ensayar un mundo menos subordinado a una sola potencia.
El tiempo apremia. Las ruedas de molino de la guerra ya están girando en Gaza, en Ucrania y en el Cáucaso, y amenazan con expandirse a Asia y a América Latina.
La humanidad debe elegir entre la racionalidad de un sistema basado en la seguridad colectiva y el respeto a los pueblos, o la locura de un regreso al fascismo con ropajes reciclados de progresismo vacío.
El derrumbe de la hegemonía estadounidense es inevitable, pero la forma en que se gestione este tránsito definirá si entramos en una etapa de emancipación o en una espiral de violencia planetaria sin precedentes.
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