El pasado viernes 30 de junio, el departamento de Seguridad Nacional (Homeland Security) hizo pública su decisión de terminar definitivamente el Estatus de Protección Temporal, (TPS por sus siglas en ingles) que hasta el momento posibilitaba la estadía legal de ciudadanos haitianos en territorio norteamericano. Aunque el mandato ya ha sido bloqueado por un juez federal republicano, en New York, considerándolo un “exceso de autoridad, e ilegal” del departamento de seguridad, es de esperarse sin embargo que esta decisión será interpelada, sobre todo existiendo ya el precedente de anulación concedido a la administración Trump por la suprema corte, en un caso similar que involucro a nacionales venezolanos.

El programa TPS, fue establecido por el congreso estadounidense como parte del Acta de Inmigración de 1990, con el objetivo declarado de proveer protección temporal a nacionales provenientes de países plagados por la violencia extrema, los conflictos armados, los desastres naturales, y las hambrunas. Por las últimas dos décadas, familias enteras, sometidas a desafíos extraordinarios a su sobrevivencia, se han visto expuestas a constantes y permanentes desplazamientos, y conminadas a éxodos masivos, a fin de evadir el riesgo de inminente exterminio generado por la incapacidad, el desinterés, y la falta de voluntad de sus clases políticas y gobernantes.

Esta es la historia de Haití, el país más pobre, desasistido y aterrorizado del hemisferio; y es en el marco de este aquelarre que una se pregunta, ¿Cómo es posible que la nación más poderosa de la región haya decidido revocar el amparo concedido hace más de una década a los cerca de 300,000 haitianos residentes en territorio estadounidense, bajo el alegato absurdo de que “las condiciones ambientales de Haití han mejorado suficientemente como para garantizar el seguro retorno de sus nacionales?” Mas desconcertante aún es la concomitante alerta máxima desplegada por el mismo Departamento de Homeland Security, dirigida a los ciudadanos estadounidenses, advirtiéndoles de “no viajar bajo ninguna circunstancia a ese país plagado por la violencia extrema, el crimen, los secuestros y las limitadas condiciones de salubridad.” Al respecto, no hay que ser una experta en política internacional para aclararle a Kristi Noem, directora de Homeland Security, que no es solamente el deterioro medioambiental, sino más bien, el ambiente político y de inseguridad, lo que amenaza la vida de los haitianos. Tampoco es necesario ser ecologista para entender que las condiciones ambientales no son estáticas. Es cierto que la decisión de la secretaria de HS, afecta también a nacionales salvadoreños, nicaragüenses, cubanos y venezolanos expoliados de sus países por inestabilidades políticas, y resguardados también bajo la sombrilla del TPS, cuya potencial fecha de renovación estaba pautada para febrero del 2026.  Sin embargo, a diferencia de Haití, estos países cuentan con más recursos de sobrevivencia alimentaria, y sus refugiados con más alternativas de relocalización, en una región en la que comparten idioma, historia y afinidad cultural; condiciones éstas que difícilmente alcanzarían a poseer los refugiados haitianos.

El carácter sistémico y la relativamente reciente agudización de la inestabilidad e inseguridad física en Haití es de naturaleza social y política, y su manifestación más reciente tiene su punto de origen en el asesinato hace exactamente cuatro años, del entonces presidente Jovenal Moïse, a manos de mercenarios colombianos, al parecer pagados por actores políticos y empresariales rivales. El vacío de liderazgo político que creó este magnicidio abrió una ventana de oportunidades para la re-emergencia de bandas criminales, organizadas y articuladas a la criminalidad transnacional y a la violencia político-partidaria competitiva interna. Muchos son los factores que propulsan estas agencias criminales y violentas en Haití: por un lado, la rápida evolución organizativa de los más de 20 grupos criminales armados, congregados en su mayoría en la capital de Puerto Príncipe, alrededor de por lo menos tres grandes coaliciones: G-Pep, 400 Mawozo, y la más reciente y funesta Viv Ansanm, recién designada por el Departamento de Estado de EE.UU. como grupo terrorista. Dichas bandas se distinguen por su naturaleza corporizada alrededor de las actividades de extorsión, intimidación, secuestros, sicariato y disrupción económica. La crisis actual también ha sido manufactura del progresivo desmantelamiento de la institucionalidad jurídica haitiana, cuyas cortes permanecen paralizadas desde hace por lo menos seis años; así como también por la sistemática corrupción política; y por la precariedad existencial de la población, que ha incentivado el reclutamiento voluntario y forzado de jóvenes y niños por parte de las bandas criminales.

Dicho todo esto, si tuviésemos que singularizar un factor viabilizador de la crisis de seguridad actual en Haití éste seria sin dudas el flujo de armas ilícitas y municiones provenientes de Estados Unidos, el cual constituye el combustible imprescindible para la violencia armada, y cuyo arsenal se estima entre 270,000 y 500,000 armas ilícitas, según reportes de Naciones Unidas y del medio noticioso BBC del pasado año. Ha sido, sin embargo, el propio congreso norteamericano, a través de la Oficina de Transparencia Gubernamental (GAO) órgano no partidario que asesora al poder legislativo estadounidense, quien advirtió que 71% de las armas ilícitas recuperadas en Haití en 2024, de las manos de bandas criminales, provienen de Estados Unidos. Dichas armas son trasladadas en contenedores que salen legalmente desde los puertos de Port Everglades, en Fort Lauderdale y Charleston, en Carolina del Sur, tratándose, como lo advierte el informe de marras, de un tráfico tolerado por las autoridades estatales. Estas armas son manufacturadas por suplidores conocidos como son: Palmetto State Armory, y Springfield Armory. Como constatación, a inicios del 2024, autoridades haitianas incautaron dos cajas conteniendo 12 rifles de asalto, 14 pistolas y 999 municiones. De nuevo, no hay que ser una Oficial de la autoridad portuaria para saber que la inspección e interdicción de esos contenedores que transportan las armas que entran ilegalmente en Haití, con el sólo destino de las bandas criminales, es en sí misma una responsabilidad absoluta de Estados Unidos, por demás, obliterada por largo tiempo. En 2024 Naciones Unidas declaró que unas cinco mil seiscientas personas, incluyendo niños y envejecientes habían muerto ese año a manos de las bandas criminales haitianas -apertrechadas por armas norteamericanas- que gobiernan actualmente el país al cual, la presente administración estadounidense, estará deportando las previamente víctimas, y contingentes de personas hasta ahora protegidas por el TPS de esa violencia irracional e indiscriminada.

En la misma tesitura, tampoco hay que ser dignataria de cualquier país para entender que más allá de la irresponsabilidad e insensatez de tal decisión, la misma supone serias implicaciones geopolíticas para los países de la región, y muy particularmente para la República Dominicana, en la medida en que socava los esfuerzos que podrían encaminar esta, y otras naciones de la región para contribuir con salidas alternativas a la relocalización de poblaciones expoliadas, desplazadas precisamente de todos esos países hasta ahora cubiertos por el programa TPS.

A propósito, hay que recordar que hace apenas un mes el secretario de Estado Marco Rubio, en su visita oficial a la R.D., manifestó el interés de su gobierno de colaborar con el dominicano en sus políticas de desarrollo y bienestar social. En sus declaraciones a los medios noticiosos dominicanos, el Sr. Marco Rubio se refirió tangencialmente a la situación social y política deplorable de nuestros vecinos haitianos, y es de suponer que este fue un tema prioritario en la agenda abordada en sus conversaciones privadas con el mandatario dominicano.  La interrogante subyacente sigue siendo entonces la inexplicable contradicción entre el reconocimiento de la gravosa situación de Haití, la presunta intencionalidad de minimizar daños, y las recientes medidas encaminadas por la administración del presidente Trump, tendentes al agravamiento de la situación social, económica y política de nuestros vecinos.

Esta nueva disposición plantea un reto significativo a la administración del presidente Luis Abinader, y al país, en su condición de anfitrión de la Decima Cumbre de Las Américas, programada a celebrarse a finales del presente año en un ambiente de sosiego, seguridad, colaboración e interdependencia. También plantea un desafío a los gobiernos de la región que se darán cita en dicha cumbre, enfocados en la sostenibilidad de un paradigma de desarrollo regional próspero y sostenible. Mas que todo, ofrece una oportunidad al liderazgo y las autoridades estadounidenses convocadas a este evento, para rectificar su contradictoria política de repatriación de medio millón de nacionales haitianos, trabajadores, contribuyentes y residentes por más de una década en Estados Unidos, y de poner fin al trasiego de armas y municiones que hacen de ese país un destino incierto y mortífero, condiciones estas que anticipadamente socavan la agenda bajo la cual están siendo convocados los mandatarios del hemisferio.

Lilian Bobea

socióloga

Lilian Bobea tiene un doctorado en Sociología de la Universidad de Utrecht, Holanda. Es académica de Fitchburg State University en Massachusetts y representa a América Latina y el Caribe en el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas contra Mercenarios, como medio de violar los derechos humanos y obstaculizar el ejercicio del derecho de los pueblos a la autodeterminación.

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