La acepción común del término ética la presenta como aquello que es recto, conforme a la moral (según lo acepta el Diccionario de la Lengua Española). El concepto así delimitado hace poca relación con la identificación de la ética como actividad, es decir, como elemento imprescindible para reorientar las personas y los sistemas hacia el logro de la dignidad humana, valor constitucional.
En el ámbito jurisdiccional la ética judicial se orienta a la protección óptima de la imparcialidad como derecho fundamental determinado por el artículo 69.2, constitucional: la ética es uno, si no el primero de los eslabones sistémicamente determinados para la protección de los derechos de las personas. Es requerida, por tanto, cuando se pretende mantener y expandir el Estado de Derecho.
Vista de esa manera la ética judicial no se coloca frente al juez como individuo decisor de procesos, sino como herramienta que opera en un nivel íntimo para equilibrar racionalmente los valores y principios personales con el bien común, atendido el carácter social del acto de juzgar, que origina múltiples exigencias normativas para el logro de la legitimidad de las decisiones jurisdiccionales.
Como proclama el Código de Comportamiento Ético del Poder Judicial, la aspiración es a lograr que todos los integrantes de la judicatura sean personas dotadas de virtudes cívicas, incluso más acendradas que en el resto de los ciudadanos, puesto que “a los ojos de cualquier observador razonable (los jueces) tienen un conjunto mayor de responsabilidades sociales además de las que son propias de la función y gestión judicial”.
En otras palabras, de lo que se trata con la ética judicial es de lograr la legitimidad, seguridad y certeza jurídicas de las decisiones de los jueces. Semejantes temas no podían pasar desapercibidos ni para la Suprema Corte de Justicia como no solo de carácter jurisdiccional, sino también de órgano de control administrativo judicial.
Los esfuerzos por lograr la expansión de principios y valores aplicados al área jurisdiccional constan en múltiples instrumentos, además del citado Código de Comportamiento del Poder Judicial: el Código Iberoamericano de Ética Judicial es claro en la formulación de principios éticos transversales al logro de la excelencia judicial: la independencia del juez es un factor preponderante como postura desde la que pueden proyectarse ideales conductuales cuya reiteración permite tanto generar como sostener la confianza pública en las decisiones de los jueces.
No es, sin embargo, suficiente: es exigible de las decisiones jurisdiccionales la motivación de manera tan ordenada y clara como sea posible, con exposición concreta de las razones jurídicamente válidas como forma de evitación de la arbitrariedad judicial.
No se trata, por supuesto, de una exigencia individual, sesgada o limitable sino de un esfuerzo amplio, cuya pretensión es la de incidir en todos los juzgadores para que alcancen un estándar operativo tan alto como exijan los usuarios de la jurisdicción y como se espere de ellos para lograr la excelencia judicial.
Es claro que la actividad propia de jueces y tribunales, ejecutada dentro del marco del Estado social y democrático de derecho determinado por la Carta Sustantiva, plantea la necesidad de equilibrar los intereses en conflicto a tal grado que el juez, además de entender la regla de Derecho, debe atender también la sensibilidad suficiente como para producir decisiones judiciales que resulten del profesionalismo y la independencia tanto de él como de las personas que participan con él en la administración del tribunal.
No se trata de construir una imagen de infalibilidad y superioridad moral o jurídica. Como lo dice Atienza, “un buen juez es aquella persona que cuenta con ciertas cualidades esenciales para serlo; y por cualidades nos referimos a las virtudes judiciales, mismas que jurídicamente no podrían encontrarse en un texto de naturaleza estrictamente normativa”.
Es, sobre todo, alguien que ha comprendido la relación entre la independencia, la imparcialidad y la objetividad desde la óptica de las virtudes cardinales de la doctrina clásica: prudencia, templanza, fortaleza y templanza. Estas virtudes orientan las acciones del juez hacia la determinación de los medios idóneos para el logro de la justicia.
No es que el juez deba ser “una buena persona” para ser, al mismo tiempo, buen juez. Es obvio que buenas o malas personas -en el sentido de personas moralmente admitidas o no-, son igualmente capaces de tomar decisiones correctas. Pero quienes no son capaces de mantener vidas privadas signadas por el respeto de los demás y de la familia, por el cumplimiento del deber y la defensa de ciertos valores, quienes viven de una forma y trabajan de otra, tarde o temprano ven una de las dos facetas imponerse a la otra.
A fin de cuentas, nuestra obligación es la de concretar lo justo. En un mundo cambiante, en constante transformación, resulta cada vez más urgente y necesario que el juez se aferre a todo aquello que como sociedad y como personas nos hizo lo que somos. Las ideas que nos trajeron hasta aquí, las convicciones que nos permitieron superar el miedo, el fracaso y la derrota; la fe como certeza de que el bien y la justicia, aunque no se vean son fuerzas transformadoras tanto de nosotros mismos como de nuestro entorno.
Como se afirma, la ética irrumpe en el entorno judicial como una fuerza orientada al logro del Estado de derecho y a la adecuación de sus integrantes a la revalorización personal.
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