Miraba fascinado aquella imagen de los viejos “Yo vendía a crédito” y “Yo vendí al contado”. Era el sistema de alerta de los colmados. Colmados banilejos, se entiende. Ombligos obligatorios de esa vida entre esquinas, de ese barrio que se fue esfumando, de todo ese síndrome “Ahora que vuelvo, Ton”, que nos seguirá arropando como el polvo del Sahara. Ahora que vuelvo, querido amigo, envuelto en ese traje de bombero a quien se le ha acabado el agua, a quien no soportó el enredo de un bizcocho con hora puesta y sin nadie que le metiera un dedo.
Si tuviese que colgar algún cuadro, no pondría ni la bandera, ni virgen alguna, ni mucho menos al Che. Pondría este cromo del señor casi jalándose los cabellos porque “vendió a crédito”. Colgaría los polaroids que me salieron malos, las facturas que se mojaron pero que conservé como testimonio de las tantas cervezas en aquel tugurio. Cargaría a caballitos a todos los expulsados de los bares, de esos Madrides que me siguen, la resaca tras horas de dormir sobre el murito del Drake’s, que era algo así como Samotracia con su Victoria completa, con todos sus brazos.
Siempre vendí a crédito. Siempre aposté por los penúltimos caballos, a que El Arias encontraría la felicidad en alguna piel roja, a que Molina cogiera el teléfono. De los bares y sus ejércitos de trasnochados sedientos y buscando otros bares, saqué esa sensación que ni Leibniz podía prever en tu teoría de las esferas: el poliedro, el reflejo del bombillo que se explotó, porque a veces las tantas luces te presagian el hoy inevitable de turistas empujando sus maletas como si Noé los esperase allá arriba, en su obligatoria arca.
Ahí estaban todos los caídos con sus estampas mágicas: “fracasados”. Con sus sonrisas a duermevela, con sus aspavientos como quien no quiere las cosas, ahí estaban los que todavía tarareaban canciones de despedidas, palabras que debían cortar tan precisamente como samuráis antes de Jackie Chan. Vencidos, apaleados, indiferentes, valientes que todavía pueden llegar hasta el penúltimo párrafo de todas las porquerías que escribo, porque de eso se trata, de ir trenzando un papel como bombear con petróleo algún paisaje en Alaska o en el mar que de todos modos es el Mar Muerto.
Siempre vendí a crédito. Siempre aposté por los penúltimos caballos
A la deriva, idos, perdidos, los que se llevaron sus mochilas y no tuvieron de llevar todo lo apetecido, amado, fresquito, ningún pan de San José de Ocoa, ninguna pera de esas de Navidad, las que comprabas en algún tarantín frente al Parque Independencia antes de llegar a casa y sacarlas como se sacan soles poco antes de que desenchufen el sol.
Entro y salgo del Live at The Boarding House con Neil Young y su “Thrasher”, que no me deja.
A veces hay una estrella casi explotando con sus luces en alguna noche de fracasos. Por ahí va.
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