En la actual coyuntura histórica, caracterizada por una renovada ofensiva del discurso liberal, del elogio de la competencia individual, la propiedad privada, el libre mercado, del deterioro institucional, de la idea de un individuo autónomo, autosuficiente y del predominio de una sociedad fragmentada e individualizada, se hace necesario reiterar que necesitamos cierto nivel de compromiso moral y solidaridad social para vivir en sociedad; que no estamos solos, vivimos en interacción –comunicación- con los otros, que nuestras experiencias individuales y proyectos sociales están influenciados por las suertes de los demás.
En ese sentido, frente al malestar interno del discurso del liberalismo político y las amenazas externas de autoritarismo -derecha e izquierda- nos preguntamos cuáles son los valores, ideales y las prácticas sociales que necesitamos para construir una democracia más integrada, cohesionada, con mayor equidad y justicia social en la sociedad dominicana.
De manera que lo primero, es entender que la democracia no es solo una forma de gobierno legal-racional, sino una experiencia de vida, una forma de relación e interacción, caracterizada por el reconocimiento del otro, de la libertad, la equidad y, la solidaridad social e individual en la esfera civil y privada. La democracia es un ideal, un proyecto de sociedad inclusiva, participativa, deliberativa, no perfecta, pero si perfectible, que necesita la participación de los demás, en nuestro caso, de los ciudadanos dominicanos.
La democracia, por su complejidad y plasticidad, ha sido definida de diferentes maneras. Para los griegos, se concretaba como un sistema de gobierno donde el poder reside en el pueblo: “el gobierno del pueblo para el pueblo”. Etimológicamente, la palabra democracia proviene del griego antiguo "dēmokratía", que se compone de "dēmos" (pueblo) y "kratos" (poder o gobierno).
En términos ideales, la democracia ateniense era una forma de gobierno que privilegiaba la igualdad entre ciudadanos y, la construcción de una sociedad justa más inclusiva, pero en realidad, excluía a las mujeres, los esclavos y estaba limitada solo a los hombres libres nacidos en la polis, es decir en la ciudad–estado.
Durante el Renacimiento, autores como Hobbes y Maquiavelo, se interesaron por describir una forma de gobierno fuerte y centralizado, caracterizado por el poder del Estado y, el soberano. Por tanto, desde el realismo político, no definen la democracia como gobierno del pueblo, sino como una monarquía o un gobierno absoluto que busca producir y reproducir el poder político del Estado o los gobernantes.
Durante la Ilustración, Montesquieu, Rousseau, Locke y otros, ofrecieron definiciones y un discurso jurídico que ha influenciado profundamente las formas de entender la democracia liberal moderna. Introdujeron una noción de democracia -en oposición a los gobiernos monárquicos y autoritarios- como modelo para evitar la concentración del poder y garantizar la participación política de los ciudadanos.
Con las propuestas de la división y equilibro de poderes de Montesquieu, el contrato social de Rousseau y, las garantías “naturales” de la libertad individual, la propiedad privada y el libre mercado de Locke, la teoría de la democracia liberal adquirió una nueva fundamentación como un gobierno legal-racional que se legitima a partir de la legalidad del poder político y la racionalidad de la burocracia Estatal.
La interpretación moderna de la democracia, está inclinada a reducir la libertad de los ciudadanos y la legitimidad del poder político, al igualitarismo consagrado en el derecho constitucional, donde –formalmente- todos somos iguales. Frente a la ley, todos somos percibidos o tratados como “iguales”, y estamos protegidos por la venda de la “neutralidad” de Temis, la diosa de la justicia.
En ese sentido, la democracia liberal como la nuestra, reduce la legitimidad del poder político, las instituciones políticas: los partidos, el sistema electoral, la administración pública, a la legalidad del derecho constitucional y, la libertad de los ciudadanos de elegir y ser elegidos en los procesos electorales, sin introducir consideraciones sociales, ni morales.
Hay que insistir en reconocer el avance moderno que supone el discurso jurídico del liberalismo político -en contra del autoritarismo y la concentración del poder político de los Estados y los líderes políticos autoritarios -que mediante el carácter vinculante y obligatorio del derecho positivo moderno, reconoce a todos los individuos como iguales. Norberto Bobbio, lo dice de esta manera: “El Estado despótico es el tipo ideal de Estado de quien observa desde el punto de vista del poder; en el extremo opuesto está el Estado democrático, que es el tipo ideal de Estado de quien observa desde el punto de vista del derecho.”
En ese sentido, nos encontramos con una definición minimalista de la democracia que se legitima a partir de la igualdad y la libertad jurídica de todos los ciudadanos y el discurso jurídico no aparece como una forma de poder, sino de garantía de la igualdad. Sin embargo, frente al trauma político, social y moral que experimentamos, a diferencia de algunos teóricos críticos que han declarados la muerte de la esfera pública y, se refugian en la esfera privada, entendemos que hay que construir una definición ampliada de la democracia, donde no sólo se respete la libertad individual, la propiedad privada y el libre mercado, sino también se garantice la cohesión y, la solidaridad social en la esfera pública y los ciudadanos.
La democracia como sistema de gobierno, es una forma de poder legal-racional, pero también un medio, un recurso, un conjunto de instituciones públicas que hacen posible la comunicación, la participación, el compromiso moral y la solidaridad social entre los ciudadanos. Un ejemplo de esto es que, la democracia más fuertes se han desarrollados en países como Noruega, Islandia, Suecia, Dinamarca y Canadá, donde no sólo garantizan la libertad individual, la propiedad privada y el libre mercado, sino también un Estado social e instituciones públicas que hacen posible construir un sentido de comunidad, de equidad, de justicia y solidaridad social entre los ciudadanos.
La fortaleza de la democracia como sistema de gobierno no se reduce al derecho de elegir y ser elegidos y votar cada cuatro años, sino que incorpora un sentido de responsabilidad, moralidad y solidaridad con los otros. No puede existir una democracia fuerte, que resista la tentación del autoritarismo, el neopopulismo, el elitismo, el mesianismo, la corrupción, el afán de lucro y el individualismo, donde impere la exclusión, la desigualdad y, la falta de solidaridad social.
Por tanto, frente al trauma político y social que experimentamos, la democracia que buscamos no abandona los derechos individuales ni las libertades públicas conquistadas por el liberalismo político y el derecho moderno, sino lo contrario: busca garantizarlas por otros medios, con mayor compromiso moral entre los ciudadanos e instituciones públicas que promuevan la solidaridad social en los dominicanos.
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