El concepto de soberanía constituye uno de los pilares fundamentales del derecho internacional y de las relaciones entre los Estados. Desde la Paz de Westfalia en 1648, este principio ha consagrado la autodeterminación, la integridad territorial y la igualdad jurídica de los pueblos, sin injerencias indebidas de actores externos. Sin embargo, aunque solemos asociar la soberanía a escenarios de guerra, la realidad contemporánea demuestra que su mayor reto se encuentra precisamente en los tiempos de paz, cuando se producen presiones y acciones que, sin un conflicto armado declarado, socavan la capacidad de los Estados para decidir su propio destino.
En un mundo interconectado, la soberanía se ve constantemente tensionada por factores económicos, políticos, culturales y tecnológicos. Los organismos financieros internacionales, los tratados de libre comercio o los regímenes de sanciones pueden limitar los márgenes de acción de los gobiernos. Del mismo modo, la dependencia tecnológica o la expansión cultural de grandes potencias influyen en las decisiones internas de los Estados, condicionando su política exterior e incluso su vida democrática. La soberanía en tiempo de paz se pone a prueba en cada negociación desigual, en cada cláusula restrictiva y en cada presión diplomática ejercida con sutileza, pero con efectos concretos sobre la autonomía de los pueblos.
Ahora bien, las amenazas a la soberanía no solo se manifiestan en ámbitos económicos o políticos. Recientemente, el mundo fue testigo de un hecho alarmante: un ataque de Israel en territorio de Catar contra una delegación de Hamás que negociaba una tregua sobre el conflicto en Gaza. La ofensiva, ocurrida en Doha en septiembre de 2025, dejó muertos a varios miembros de Hamás y a un oficial catarí. Más allá de las justificaciones estratégicas, el ataque constituyó una flagrante violación de la soberanía de Catar y del derecho internacional. La República Dominicana, fiel a su tradición de defensa de los principios de no intervención, expresó de inmediato su repudio a tal acción, alineándose con la condena internacional.
Este suceso resulta especialmente grave porque tuvo lugar en medio de un proceso de negociación, es decir, en un contexto donde el respeto a la soberanía y la integridad territorial debía ser absoluto para permitir la continuidad del diálogo. Al vulnerar ese marco, se mina la confianza en la diplomacia como vía legítima para resolver conflictos y se sienta un precedente peligroso: el de aceptar que un Estado pueda realizar ataques militares selectivos en el territorio de otro, aun en tiempos de paz, bajo el argumento de combatir amenazas de seguridad.
La consecuencia inmediata es la erosión del sistema internacional basado en reglas. Si se normaliza que los más fuertes puedan actuar al margen del derecho, la soberanía se convierte en un privilegio relativo y no en un principio universal. Esta lógica de hechos consumados, que desdibuja la frontera entre guerra y paz, debilita los esfuerzos multilaterales y socava la credibilidad de los mediadores, de las Naciones Unidas y de los mecanismos de justicia internacional.
Para los países pequeños y medianos, como los del Caribe y América Latina, la defensa de la soberanía en tiempos de paz no es un ejercicio teórico, sino una condición de supervivencia diplomática. La historia regional ha estado marcada por intervenciones y presiones externas, lo que explica la insistencia de nuestras diplomacias en proclamar la no injerencia y la igualdad soberana como valores innegociables.
Defender la soberanía en paz no significa apostar por el aislamiento, sino exigir un marco de cooperación internacional basado en la dignidad y el respeto mutuo. La interdependencia global es inevitable, pero debe construirse sobre reglas claras que impidan que los intereses estratégicos de unos pocos vulneren los derechos de todos. El caso de Catar nos recuerda que incluso los procesos de paz pueden ser violentados si no se protege la soberanía como principio rector.
Hoy más que nunca, el llamado es a fortalecer el multilateralismo, a reivindicar la diplomacia como herramienta y a sostener que ningún Estado, por poderoso que sea, debe estar por encima de las normas que hemos acordado. Solo así el respeto a la soberanía de los pueblos dejará de ser un ideal abstracto y se convertirá en una práctica efectiva que garantice la paz, la estabilidad y la dignidad de las naciones.
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