El diccionario de Ciencias Jurídicas de Ozorio define el reglamento como: “Toda instrucción escrita destinada a regir una institución o a organizar un servicio o actividad. La disposición metódica y de cierta amplitud que, sobre una materia, y a falta de ley (v.) o para completarla, dicta un poder administrativo.” Al respecto, es conocida la tesis doctrinaria según la cual una ley dependiente del reglamento en ella indicado, comenzará a surtir efecto a partir de la entrada en vigor del reglamento (José Da Silva). Lo que se puede decir es que la ley dependiente del reglamento solo es ejecutoria con el decreto de aquella; pero eso no excluye la entrada en vigor de la ley en la fecha prevista, ni impide la concurrencia de ciertos efectos jurídicos, como revocación de las leyes anteriores contrarias. El reglamento aparece, entonces, como la fuente principal o, al menos, como la fuente más característica y propia del ordenamiento jurídico-administrativo.
Es un dato comprobable el importante y permanente crecimiento experimentado por la producción normativa de las administraciones públicas; crecimiento que tiene mucho que ver con las responsabilidades que el Estado social de Derecho consagrado en la Constitución exige de los poderes públicos y en el que el reglamento debe cumplir una función determinante en cuanto instrumento normativo ágil y especialmente adecuado para alcanzar las finalidades de conformación social propias de una Administración pública que, sometida a la dirección del Gobierno que es su cúspide, posee también, por ello, una legitimación democrática.
De otro lado, la potestad normativa de la Administración permite hacer frente a la complejidad técnica de muchos productos normativos, no susceptibles, por este motivo, de ser abordados en todos sus aspectos a partir de la discusión congresual (G. Monacelli). Para Inés D´ Angelo, por ejemplo, […] “si se reconoce al acto administrativo presunción de legitimidad, exigibilidad, e incluso ejecutoriedad en algunos casos, esas potestades deben ir acompañadas de los medios para que el individuo pueda cuestionar y discutir eficazmente la validez o el mérito del acto que lo perjudica”. En similar sentido, reafirmando su criterio de que el acto irrecurrible no existe en un Estado de Derecho, salvo la sentencia judicial que con autoridad de cosa juzgada cierra definitivamente una cuestión, Agustín Gordillo, justifica la impugnabilidad del acto administrativo en cuanto es ínsito a su calidad de acto productor de efectos jurídicos directos, que tales efectos puedan ser controvertidos por el interesado mediante la interposición de recursos administrativos o judiciales.
El Tribunal Constitucional ha explicado la posición subalterna del reglamento respecto de la ley, afirmando en la Sentencia TC/0032/12 que: […] “las normas reglamentarias, al no tener rango de ley, están afectadas por el principio de jerarquía normativa que las subordina, precisamente, a la ley, dado que el reglamento es secundario, subalterno, inferior y complementario de las leyes, por cuanto es un producto de la administración, a diferencia de la ley, que se legitima en la voluntad popular.”
Como tales, los reglamentos son fuentes de Derecho, dado que proceden directamente de la Administración, tienen o pueden tener efecto normativo y alcance general, regulan una actividad de interés público y son importantes porque permiten el desarrollo de contenidos normativos originados en las leyes. Si bien son jerárquicamente inferiores a la ley, se caracterizan por su estabilidad regulatoria, conforme al principio de inderogabilidad singular de los reglamentos, que, en principio, impide su desaplicación, una vez creados. Procede advertir que a pesar de la “subordinación” en la que se encuentran frente a las leyes, resulta que la forma más frecuente de regulación administrativa son los reglamentos.
Y quizás por ello, son también la mayor fuente de situaciones antijurídicas, bastando para comprobarlo el análisis de la jurisprudencia constitucional, que revela una abrumadora cantidad de acciones interpuestas contra actos reglamentarios, a los que se reputa o no carácter normativo y alcance general. En esa línea de su jurisprudencia ha establecido el Tribunal Constitucional que, el órgano emisor de un reglamento ha de encontrarse “obligatoriamente” habilitado de forma expresa para dictarlos (Sentencia TC/0268/20); habilitación que desde la Sentencia TC/0048/20, del diecisiete (17) de febrero, se exige que sea “legal”.