La serpiente que no puede mudar su piel tiene que morir. Así también las mentes a las que se les impide cambiar de opinión; dejan de ser mentes”. -Friedrich Nietzsche.-

Era apenas un manojo de carne arropada con piel. Piel que a su vez cubría, como aún lo hace, el conjunto de órganos que me aproxima biológicamente a los de mi especie en este variopinto reino animal. Quizá también tenía, y tengo, el privilegio anatómico de poseer un par de todo lo que me fuese útil para adaptarme y sostenerme, como el conjunto de mis iguales en un armazón de huesos en aparente normalidad.

Desde mi nacimiento fui marcado con la estampa que segrega, califica y descalifica a los hijos de la desgracia, de la misma manera que el hatero agrupa y discrimina el ganado. Por las características de mi universo social estaba destinado por el dios mercurio a morir en las mismas o peores condiciones socioeconómicas en las que han vivido nuestros padres.

Hemos sido motivo de odio, burla e irrespeto en todo nuestro paso por este espacio compuesto por átomos que algunos llamamos Tierra. Con inquietudes, sueños y anhelos. Diferente a lo físico y a lo abstracto, que pausaron su tiempo para compartirlo conmigo. Único, a pesar de la semejanza que me relaciona con la totalidad de la especie y desde los cristales opacos del mercado, contemplado como una herramienta para la sostenibilidad de riqueza y el experimento perfecto en su laboratorio de consumo.

Saltar la cerca y romper el estigma, no es un asunto común en un mundo sin colores. No hace falta decir que la justicia social no habita el corral de los descamisados y que, la miel, aunque la cosechen las abejas, siempre es manjar para el abejero. De niño nos fue vetado el disfrute de las actividades lúdicas nacidas de las bondades de Santa Claus o los Reyes Magos, nos prohibieron y nos cohibieron de herramientas de superación y nos hicieron pensar que nuestra historia terminaba justo donde comenzó.

Yo lo entendí a tiempo. Supe, antes de que la Luna de mis días se apoderase de mis noches, que observar en detalles, disentir, y discernir de los que se creen dueños de la verdad, constituye el germen de un alma indefensa que, a fuerza de palos, endurece la cáscara que protege las emociones y resguarda el amanecer. Desde entonces he sido un rebelde impenitente, un reo de las ideas que forjaron al hombre que habla y piensa desde la conciencia.

Atrevido, irreverente, necio quizá o, simplemente, inocente. Inocencia que nace de creer que se puede ser algo más que un número en el padrón electoral, una cifra en las estadísticas de la desigualdad o un error en la biodiversidad. Incomprendido por hurgar más allá de los límites permitidos y apartado por pensar, opinar y defender los principios sobre los que he cimentado mi identidad. Soy de esos que, como muchos, pagamos el alto precio de ser uno mismo.

Joan Leyba Mejía

Periodista

Periodista, Abogado y político. Miembro del PRM.

Ver más