El Evangelio de San Lucas no inicia el relato del nacimiento de Jesús con una escena idílica, sino con una referencia política precisa: en aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronara todo el mundo. No hay lirismo ni exultación ni ternura inicial. Hay imperio. El nacimiento ocurre bajo decreto, bajo censo, bajo administración del poder. Y, sin embargo, lo que sigue tras nacer el bebé no es una exaltación del orden imperial, sino una escena dulce y amarga a la vez: dulce por la fragilidad de la vida que irrumpe; amarga por el contexto de sometimiento, precariedad y desplazamiento —propio de aquellos tiempos— en el que esa vida nace.
Lucas añade un dato que suele pasar inadvertido: no había lugar para ellos. La frase describe una carencia material, pero también una condición política. El pesebre aparece así, no como refugio bucólico, sino como frontera: la vida naciendo en los márgenes de un orden que se impone. Desde ahí, la narración introduce una interpelación que atraviesa la historia y sigue resonando allí donde los imperios, antiguos o contemporáneos, creen que la verdad puede nacer del hierro —hoy multiplicado en misiles, drones, superportaaviones y arsenales de destrucción— y sostenerse indefinidamente por la fuerza.
Nacer bajo imperio
Lucas es el único evangelista que sitúa el nacimiento de Jesús dentro de un marco administrativo imperial explícito.
El viaje de José y María a Belén no es voluntario; responde a un edicto. La escena está atravesada por el lenguaje del poder: censo, obediencia, registro, desplazamiento, refugiados, formas tempranas de inmigración forzada. Judea aparece como lo que era: una provincia sometida al dominio romano, donde el orden se garantizaba mediante la ocupación militar, el tributo y la amenaza permanente de la violencia.
El pesebre no es solo pobreza material. Es la expresión de una vida que comienza en la periferia de un sistema organizado desde arriba. “Lo acostó en un pesebre” no describe únicamente un lugar físico, sino una condición histórica: la vida naciendo fuera de los espacios asignados por el poder. Roma se presentaba a sí misma como garante de la paz —la célebre Pax Romana—, pero esa paz descansaba en la imposición, la coacción y la fuerza. Frente a ello, Lucas no polemiza: narra. Y al narrar, deja al descubierto una grieta esencial. La vida no pide permiso al imperio para existir. Fluye.
El mensaje que no copia al poder
Esa grieta se vuelve más nítida cuando el relato introduce a los pastores, figuras marginales incluso dentro del orden social. No son los poderosos ni los administradores del imperio quienes reciben el anuncio, sino quienes viven al margen. “Os ha nacido hoy un Salvador”, se dice que se les dice, y el signo no es una espada ni un trono, sino un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. El mensaje no copia los códigos del poder; los subvierte.
Más adelante, esa lógica se formulará con palabras que atravesaron los siglos: “el que a hierro mata, a hierro muere”. No es una exhortación moral ingenua, sino una advertencia histórica. La violencia, cuando se convierte en principio organizador del orden, termina reproduciéndose a sí misma. El problema no es la fuerza en sí, sino su conversión en criterio de verdad. Cuando el poder se legitima exclusivamente por su capacidad de imponerse, pierde la posibilidad de ser reconocido como justo, incluso cuando vence.
Imperios de nuestro tiempo
Leído desde Lucas, el pesebre deja de ser una escena del pasado y se convierte en una clave para interpretar el presente. La tentación de imponer la verdad por la fuerza atraviesa el mundo contemporáneo con distintos rostros y geografías. En algunos casos adopta la forma de potencias que invaden o amenazan con invadir, convencidas de que su relato histórico, su seguridad o su modelo político justifican la violencia. En otros, se expresa como dominación interna: regímenes que, sin expandirse territorialmente, ejercen un control casi total sobre su propia población.
La guerra en Ucrania muestra cómo la apelación a verdades históricas o estratégicas puede transformarse en derecho de conquista. El conflicto entre Israel y Palestina revela hasta qué punto la seguridad, cuando se absolutiza, puede derivar en control prolongado y en una espiral de violencia que endurece identidades y cancela horizontes. El caso de Venezuela, por su parte, expone una forma distinta de imperio: no uno que se proyecta hacia afuera, sino uno que se ejerce hacia adentro, donde la fuerza no libera ni conquista, sino que organiza la vida social desde la imposición, trastoca los vínculos y erosiona la convivencia cotidiana.
En todos estos escenarios reaparece la misma lógica que Lucas sitúa en el origen: el poder que administra, ordena y decide quién cuenta y quién queda fuera.
La vida frente al hierro
El relato culmina con un canto que suele leerse de forma edulcorada: “paz en la tierra”. Pero no se trata de la paz del imperio. No es la paz impuesta por decreto ni garantizada por legiones. Es una paz frágil, nacida en los márgenes, que no se funda en el miedo. El pesebre no ofrece soluciones técnicas ni fórmulas geopolíticas; ofrece un criterio. Recuerda que la vida humana precede al poder y lo desborda, y que todo orden fundado exclusivamente en la fuerza termina erosionando aquello que pretende proteger. Y por ese mismo rumbo, se cae.
Por eso el mensaje sigue siendo incómodo. No absuelve a nadie ni demoniza automáticamente a nadie. Simplemente advierte que, cuando la verdad necesita imponerse a golpe de destrucción, el costo humano termina siendo siempre más alto que cualquier victoria.
En un Caribe marcado por fragilidades históricas, tensiones geopolíticas y disputas de poder que a menudo se deciden lejos de sus pueblos, el pesebre vuelve a interpelar como frontera moral. Permanece ahí, en la narración de Lucas y en la historia, no como refugio romántico, sino como recordatorio de que, aun bajo imperio —externo o interno—, la vida concreta, vulnerable y en libertad sigue siendo el límite último del poder.
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