Hace unos días, conversando con alguien a quien valoro mucho, como si se tratase de una verdad absoluta, me expresó que yo estaba equivocado por no coincidir con el criterio de la mayoría, reflejando así una creencia extendida de que, cuando alguien sostiene una posición minoritaria, es el disidente, y no el grupo mayoritario, quien debe replantearse su postura. De inmediato, aquella proposición me llevó a defender una tesis distinta: que no por ser mayoría se tiene necesariamente la razón. La mayoría es un concepto asociado a la cantidad, no a la calidad, y convertirlo en una verdad casi absoluta es un error. Estoy convencido de que la verdad y la justicia no siempre coinciden con la mayoría.
De hecho, los ejemplos a lo largo de la historia sobran. Si ser mayoría fuera un requisito sine qua non para tener la razón, entonces Abraham Lincoln nunca habría abolido la esclavitud en Estados Unidos en 1863. De igual modo, Martin Luther King jamás habría logrado el reconocimiento de los derechos civiles y políticos de la población afroamericana en los años sesenta. Tampoco las mujeres habrían conquistado el derecho al voto. En ninguno de esos casos se contaba con la mayoría. Y si de contar con la mayoría se tratara, ¿acaso el nazismo sería moralmente aceptable solo porque fue respaldado por las masas alemanas que llevaron a Hitler al poder?
Otro factor a tomar en cuenta es que la mayoría, también asociada al concepto de las masas, puede estar guiada no por la razón, sino por la fuerza psicológica del grupo, donde el individuo pierde su conciencia crítica y se somete al pensamiento colectivo. Es lo que Ortega y Gasset llamó “pensamiento de masas” y lo que otros autores describieron como psicología de las multitudes. En ese contexto, el criterio de la mayoría no significa que sean justas o correctas, sobre todo cuando están sesgadas por prejuicios o cuando no se reconoce el legítimo derecho de la minoría a disentir. Así, los argumentos minoritarios ni siquiera son examinados con razonabilidad, sino descartados de inmediato por no cumplir con el “quórum” que el grupo exige para ser aceptados.
Frente a esto, la minoría cumple un rol de contrapeso y de recordatorio de que la razón no se somete a votación. En ese sentido, resulta útil el método del padre de la sociología, Émile Durkheim, quien planteó el estudio de los hechos sociales como realidades objetivas, como “cosas” observables, sin la subjetividad del investigador. Bajo este método, el evaluador no debe sumarse ipso facto a la mayoría ni dejarse arrastrar por la presión del grupo, sino actuar como juez imparcial, capaz de analizar con neutralidad ambos bandos.
Finalmente, no sostengo que la minoría tenga siempre la razón por el simple hecho de ser minoría, porque ello sería caer en la misma falacia que critico. Más bien, mi tesis es que ambas posturas deben ser escuchadas y sometidas a un examen en igualdad de condiciones. En ese proceso, las afinidades personales o los vínculos afectivos, que inevitablemente varían entre unos y otros, no pueden convertirse en criterio de decisión; lo que debe prevalecer es el resultado del análisis objetivo, pues es la garantía que impide que el consenso mayoritario permita arbitrariedades o reproduzca injusticias. Solo así se evita la opresión de la mayoría, porque, en definitiva, lo esencial no radica en quiénes sostienen una postura, sino en las implicaciones reales que esa postura tiene para la sana y justa convivencia.
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