Pareciera una verdad indiscutible pensar que todo lo que nos rodea en algún momento fue un hecho jurídico, o más bien podría convertirse en uno. Precisamente a esto se refiere la ubicuidad o omnipresencia del Derecho: la idea de que este penetra o se interesa por múltiples realidades de la vida social, desde aquellos actos del día a día hasta las grandes estructuras políticas y económicas. Sin embargo, como bien ilustra el jurista y filósofo Manuel Atienza, “…a diferencia del Rey Midas que convertía en oro todo lo que tocaba, el Derecho no convierte sin más en jurídico todo aquello por lo que se interesa” (Atienza, 2001). Lo social es amplio, pero solo un recorte de ello es jurídico.

Intentar responder a ¿qué es el Derecho? Enfrenta varias trabas, y algunas de estas pueden ser observadas en el aspecto lingüístico. El concepto es intrínsecamente ambiguo, al referirse tanto a la ciencia jurídica, el conjunto de normas y los derechos subjetivos; vago, pues sus límites y alcances no están del todo claros; y es inherentemente emotivo, lo que dificulta la objetividad. Es necesario aceptar que este no es un concepto simple ni puro. Es una construcción humana, formada por continuas tensiones entre lo que debería ser y lo que es la realidad (Atienza, 2001). Su complejidad, precisamente, surge por la conexión indisoluble entre la norma que establece, la moral que guía y el poder que respalda.

Aunque todavía no se ha establecido una definición única del Derecho, el enfoque más común lo idealiza como un conjunto de normas, constituyendo esta idea el núcleo del modelo normativista (Atienza, 2001). Hans Kelsen, figura fundamental del positivismo jurídico en el siglo XX, planteó al Derecho como un conjunto jerárquico de normas coactivas. En este sistema, los actos jurídicos ejecutan las normas superiores y establecen las inferiores, garantizando su validez a través del cumplimiento de procesos establecidos por las normas superiores hasta llegar a una norma suprema que no necesita validación externa (Sanchís, 2005).

El reto más grande de Kelsen consistía en establecer esta norma superior en el marco de su "Teoría pura del derecho", la cual demanda una separación radical entre el deber ser y los hechos. Para esto, propuso la regla fundamental o Grundnorm, que no es una ley escrita ni un acto de poder específico, sino la norma hipotética que otorga validez a las demás normas y establece el deber de cumplirlas. Esta normativa posibilita la explicación de la validez objetiva del sistema jurídico, pero, curiosamente, muestra que el sistema de normas puras no puede mantenerse solo desde su interior, ya que su base esencial necesita un anclaje externo para darle legitimidad y coherencia (Sanchís, 2005).

Herbert Hart estableció una importante ruptura con esta proposición. Esto sucede, en efecto, porque su positivismo avanza hacia el campo de la sociología descriptiva y establece la legitimidad del Derecho en un fenómeno social complejo, la regla de reconocimiento, que es una práctica social convergente que los miembros del sistema (jueces y operadores jurídicos) validan desde su perspectiva interna. Este enfoque establece que la aceptación de dicho criterio metajurídico es la fuente última de validez, lo cual evidencia que la estructura normativa solo tiene existencia cuando cuenta con la aprobación fáctica de sus agentes institucionales (Sanchís, 2005).

Ahora bien, la propuesta de Hart también plantea una cuestión más amplia sobre los límites del positivismo: si el Derecho se funda en prácticas sociales, ¿qué lugar ocupa la moral en su configuración? Esta tensión, que ha estado presente en toda la historia del pensamiento jurídico, es el conflicto entre el iusnaturalismo y el iuspositivismo, que se centra en la conexión entre la moral y el Derecho. El iusnaturalismo defiende la necesidad de una conexión, afirmando que la justicia es un requisito para que un mandato sea válido, y el derecho positivo tiene que estar en armonía con un derecho natural inalterable (Atienza, 2001). En contraste, el positivismo jurídico defiende la separación conceptual o metodológica, afirmando que la existencia del Derecho constituye una cosa, su justicia o injusticia, otra cosa (Sanchís, 2005).

Para el positivista, la validez se define por criterios formales, lo que permite a la ciencia jurídica ser una disciplina objetiva que describe las normas sin valorarlas. Esta tensión conceptual nos obliga a distinguir la validez formal (si se siguió el procedimiento de creación) de la legitimidad material, es decir, su justicia y su adecuación a la moral crítica (Sanchís, 2005). Una norma, bajo esta óptica, puede ser formalmente válida, pero profundamente injusta. Al enfrentar la pregunta sobre la obediencia, el jurista positivista puede reconocer un Derecho válido formalmente, pero materialmente injusto, dejando la obligación moral de obedecerlo en manos de una teoría de la justicia (Sanchís, 2005). La paradoja de esta separación conceptual es que, precisamente, el Derecho moderno ha empezado a revertir esta distinción desde su propio interior.

Esto se manifiesta en la gradual constitucionalización de los derechos. Las constituciones ya no se consideran solo documentos de carácter programático, sino como disposiciones con obligación legal que tienen la mayor jerarquía dentro del sistema. El hecho de incluir principios éticos como la dignidad, la libertad y la igualdad en el texto constitucional impacta de manera directa e instantánea sobre el criterio de validez de las normas inferiores (decretos, leyes, reglamentos). La validez de las normas no solo está sujeta a que el órgano competente las haya emitido, sino también a que estas respeten los principios éticos que contienen y los derechos fundamentales establecidos en las constituciones. Estos principios se convierten en criterios para identificar el Derecho válido y son los criterios últimos de validez del Derecho (Sanchís, 2005).

No puede olvidarse, sin embargo, que la justicia y la moral, por sí solas, no crean Derecho; su existencia depende de la fuerza institucional que las respalda. Esta relación se manifiesta como una dependencia dual, en la que el Derecho depende del poder al necesitar el apoyo de la fuerza organizada (Atienza, 2001) y operar como herramienta del poder político (Nieto, 2007), pero simultáneamente influye en el poder al regular la coacción, asignar órganos competentes e implementar procedimientos que restringen toda autoridad al convertirla en poder jurídico (Atienza, 2001). Esto provoca que el Derecho funcione como una tecnología social que convierte el poder desnudo en un poder institucionalizado y racional, distinguiendo la coacción estatal de la no estatal. La institucionalización se materializa a través de un sistema normativo que asigna sujetos para la creación de leyes, establece órganos de aplicación e identifica normas válidas. Este procedimiento proporciona al poder estatal la autoridad legal moderna, en la que la fuerza se transforma en un acto jurídico completamente legítimo (Nieto, 2007).

En este punto, resulta evidente que el fundamento final del sistema jurídico no puede explicarse únicamente desde una construcción teórica o normativa, sino que debe reconocerse su fundamento empírico y político. La validez del Derecho se basa en su efectividad real (Atienza, 2001), que se evidencia en situaciones sociales específicas, la presencia de una regla de reconocimiento de carácter consuetudinario y el hecho de que los funcionarios que la implementan la acepten como un estándar obligatorio. Esta adhesión proporciona coherencia al sistema y posibilita su funcionamiento de manera estable. A la vez, el consenso de los operadores jurídicos les otorga legitimidad, mientras que la coerción institucionalizada del Estado asegura que las reglas se sigan. La conjunción de poder y aceptación social es la que explica el cierre del orden jurídico. Por ende, el poder organizado que logra ser reconocido y obedecido es la base de la validez última del Derecho (Sanchís, 2005).

Reflexionar sobre el Derecho en su totalidad es confrontar con una paradoja que muestra la esencia misma de la civilización. Es el esfuerzo humano de racionalizar la fuerza y moralizar el poder sin eliminar su energía vital. El pensamiento jurídico ha demostrado, a través de su desarrollo, que el Derecho no se origina del aislamiento en términos conceptuales, sino de la continua lucha por conciliar la racionalidad normativa con las demandas morales y los movimientos de poder. En esa intersección de fuerzas, el Derecho se establece como una construcción dinámica que se reconfigura conforme la sociedad cambia sus valores y su estructura. Este triángulo no ha podido ser completamente resuelto por ninguna teoría, ya que el Derecho no es un sistema cerrado, sino una conversación constante entre lo normativo, lo ético y lo fáctico.

Desde esta perspectiva, el Derecho no es simplemente un sistema coactivo ni una colección de normas abstractas, sino más bien un ideal ético encarnado en instituciones que tienen imperfecciones. La búsqueda de equilibrio se evidencia en la constitucionalización de los derechos: la razón se humaniza, la moral se institucionaliza y el poder se sujeta a la justicia. En esencia, el Derecho es una apuesta por la civilización, una creencia en que la fuerza, orientada por la razón y limitada por la moralidad, puede generar convivencia. Quizás esa sea su grandeza: ser el esfuerzo más humano de transformar lo que se debe ser en una realidad vivible.

Referencias

● Atienza, M. (2001). El sentido del Derecho. Editorial Ariel.

● Nieto, A. (2007). Crítica a la razón jurídica. Editorial Trotta.

● Sanchís, L. P. (2005). Apuntes de teoría del Derecho. Editorial Trotta.

Annabelle Patricia Tarazona Paredes

Nacida el 23 de marzo de 2006 y oriunda de la ciudad de Santo Domingo, Annabelle Patricia Tarazona Paredes es un gran ejemplo para los estudiantes de su tiempo. Desde muy joven mostró un genuino interés por el liderazgo educativo, lo que la llevó a siempre destacarse tanto en las aulas como en las actividades extracurriculares en las que participaba. Es egresada con honores del Colegio APEC Fernando Arturo de Meriño (CAFAM), misma institución en la que realizó un bachillerato técnico profesional en la modalidad de Gestión Administrativa y Tributaria. A lo largo de sus tiernos 18 años, ha sido ganadora de 4 becas, de las cuales la más reciente le fue concebida por la Organización América de Cooperación Internacional (OACIDI) para realizar un diplomado en Relaciones Internacionales. Fue finalista a nivel nacional de las competencias “Economistas del Futuro” organizada por el Banco Central y “Me Gradúo con el Tribunal Constitucional”, ambas realizadas en el año 2024. Sirvió funciones como pasante en el Ministerio Administrativo de la Presidencia (MAPRE) y el Instituto de Dominicanos y Dominicanas en el Exterior (INDEX), siendo el último el espacio en el que desarrolló una investigación sobre las fuentes de obtención de las estadísticas sobre migrantes en varias partes del mundo.

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