En la clínica posmoderna, el bisturí corta con precisión milimétrica, pero la mirada del médico ya no encuentra al paciente, sólo hay órganos, algoritmos y protocolos. El ser humano está desapareciendo del centro del acto médico y, en su lugar, queda una ausencia que la técnica no sabe sanar.
En la clínica posmoderna, donde el saber médico ha alcanzado niveles de precisión técnica sin precedentes, emerge una paradoja inquietante, cuanto más poderosa se vuelve la medicina como dispositivo técnico, más frágil se vuelve la experiencia del encuentro entre médico y paciente. Esta tensión no es meramente ética ni operacional; es ontológica. Lo que está en juego no es únicamente cómo se ejerce la medicina, sino desde qué comprensión del ser humano se ejerce. En este contexto, el pensamiento de Martin Heidegger ofrece un marco radicalmente distinto para pensar la práctica médica, no como técnica, ni siquiera como ciencia aplicada, sino como un modo de habitar la apertura del ser frente a otro ser en su finitud.
Desde la ontología fundamental, Heidegger sostiene que el ser humano no es un sujeto encerrado en su mente ni un objeto definido por propiedades, sino un Dasein; es decir, un ser que está en el mundo y cuya existencia está siempre en juego. En medicina, esta definición transforma profundamente la mirada porque el paciente no es simplemente un portador de enfermedades, sino un ser que sufre, que teme, que espera y que —enfermo— se enfrenta a su propia posibilidad de no-ser. Sin embargo, la práctica médica contemporánea se ha alejado de esta apertura. Las relaciones clínicas han sido progresivamente absorbidas por una racionalidad funcional, tecnocrática y protocolizada, donde el paciente tiende a desaparecer detrás de cifras, imágenes y algoritmos.
Este fenómeno puede entenderse como una forma clínica del olvido del ser (Heidegger, 1927), donde lo que aparece es el ente (el órgano, el síntoma, el resultado) y lo que se oculta es la existencia misma. Las decisiones médicas se toman cada vez más desde el horizonte del “uno” (das Man), esa estructura impersonal que dicta lo que “se hace” en cada caso. El médico, atrapado en esta cotidianidad inauténtica, corre el riesgo de operar como un ejecutor de protocolos, sin presencia real frente al otro. Como ha mostrado Kleinman (2018), este proceso de despersonalización no solo afecta al paciente, sino que genera una forma de alienación profesional como una pérdida de sentido clínico.
Este vaciamiento del cuidado se ve reforzado por la hegemonía de la técnica, entendida en su sentido más profundo como forma de desocultamiento. Heidegger no la condena; advierte que la técnica no solo revela, sino que también impone un modo de ordenar el mundo como fondo disponible (Bestand). En medicina, esto se traduce en la reducción del cuerpo a un conjunto de parámetros cuantificables y en la marginación de todo aquello que no entra en los sistemas de medición. Así, el sufrimiento se vuelve irrelevante si no puede ser objetivado, la angustia se considera un residuo emocional, y la muerte, un fracaso terapéutico más que un acontecimiento humano. Como plantea Greenhalgh et al. (2014), incluso la medicina basada en evidencia ha caído en una crisis de sentido, al subordinar el juicio clínico y la narrativa individual al dictado de la estadística poblacional.
El impacto psicológico de esta tecnificación ha sido documentado de manera contundente. En un estudio reciente, Dyrbye, Shanafelt y Sinsky (2023) identificaron que uno de los principales predictores del agotamiento médico no es la carga de trabajo per se, sino la desconexión existencial con el paciente. Esta distancia no es solo emocional, sino también estructural porque los sistemas de salud organizan el tiempo, el espacio y los incentivos de manera tal que desalientan la presencia auténtica. El acto médico se ve así constreñido por una racionalidad instrumental que le impide habitar lo que Heidegger llamaría un “cuidado originario”.
Pero si hay un momento donde el carácter ontológico de la relación médico-paciente se manifiesta con mayor intensidad, es en la experiencia de la enfermedad grave o terminal. En ella, el paciente se enfrenta no solo a un proceso físico, sino a su propia finitud. Heidegger sostiene que la angustia existencial revela al ser humano su condición de posibilidad pura. Esto es, la muerte no como un evento biológico, sino como la posibilidad que hace que todas las demás posibilidades se revelen como tales. Sin embargo, el médico moderno ha sido entrenado para evitar esta confrontación, refugiándose en lo técnico o en el discurso tranquilizador. Esta negación de la muerte como horizonte compartido empobrece la relación clínica y priva al paciente de un acompañamiento auténtico (Yalom, 1980).
A pesar de este panorama crítico, la ontología del cuidado abre posibilidades transformadoras. El Sorge —el cuidado— no es una función añadida a la técnica, sino su fundamento. Cuidar, en sentido heideggeriano, no es aplicar un procedimiento correcto, sino habitar un modo de ser-con-el-otro. Es dejar que el otro sea en su verdad, sin clausurarlo con etiquetas diagnósticas ni neutralizar su angustia con promesas vacías. Es escuchar sin prisa, tocar sin invadir, hablar sin reducir. Esta concepción del cuidado como modo de ser encuentra ecos en modelos clínicos centrados en la persona, que han mostrado eficacia terapéutica y mejoras en la calidad del vínculo médico-paciente (Rogers, 1961; Mount Sinai Palliative Care Program, 2022).
Recuperar una medicina ontológicamente despierta no implica rechazar la técnica, sino integrarla en una praxis que no olvide que lo esencial no siempre puede medirse. La medicina no debe ser menos científica; debe ser más humana sin dejar de ser rigurosa. Esto exige una reforma profunda de la formación médica, de los sistemas de salud y, sobre todo, de la actitud existencial del médico ante su propia práctica. El ser que cuida no es un técnico que repara cuerpos, sino un ser finito que, desde su propia vulnerabilidad, puede acompañar a otros en el tránsito de su existir.
En un mundo donde la eficiencia amenaza con reemplazar el sentido, volver a la pregunta por el ser no es un lujo académico, sino una necesidad clínica urgente. La medicina que viene no será solamente más tecnológica. Deberá ser, sobre todo, más verdadera y esa verdad comienza por reconocer que lo que se cura no es un cuerpo aislado, sino un ser que sufre, que habla, que muere… y que aún espera ser escuchado.
Bibliografía
- Dyrbye, L. N., Shanafelt, T. D., & Sinsky, C. A. (2023). Physician burnout: contributing factors and solutions. JAMA, 329(9), 764–773. https://doi.org/10.1001/jama.2023.0271
- Greenhalgh, T., Howick, J., Maskrey, N., & Evidence Based Medicine Renaissance Group. (2014). Evidence based medicine: a movement in crisis? BMJ, 348, g3725. https://doi.org/10.1136/bmj.g3725
- Heidegger, M. (1927). Sein und Zeit. Niemeyer.
- Kleinman, A. (2018). The Soul of Care: The Moral Education of a Husband and a Doctor. Penguin Press.
- Mount Sinai Palliative Care Program. (2022). Annual Outcomes Report. Mount Sinai Health System.
- Rogers, C. R. (1961). On Becoming a Person: A Therapist’s View of Psychotherapy. Houghton Mifflin.
- Yalom, I. D. (1980). Existential Psychotherapy. Basic Books.
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