Hay libros que funcionan como espejos y otros —más inquietantes— como radiografías.  Cómo destruir una democracia. Cinco líderes en busca del poder total, del joven periodista chileno Daniel Matamala Thomsen (n. 1978), pertenece a esa última especie: un diagnóstico incómodo, una advertencia escrita con la urgencia de quien observa cómo la enfermedad avanza mientras la sociedad, distraída, sigue mirando el celular.

En sus páginas no solo identifica a cinco líderes de distinta procedencia ideológica en el hemisferio americano; en realidad, disecciona un fenómeno más profundo: la resurrección del viejo caudillo latinoamericano con la astucia quirúrgica del siglo XXI.

Porque, si algo nos enseña la historia, es que la autocracia no necesita tanques cuando tiene trending topics. No requiere botas cuando cuenta con trolls. No hace falta disolver el Congreso por decreto cuando basta con que los legisladores se corrompan y pierdan legitimidad social. La tiranía contemporánea se disfraza de democracia, se toma selfies en la urna y proclama que su propia voz encarna la del pueblo.

Matamala recuerda que hoy la democracia no muere con explosiones, sino con aplausos y votos, acompañados de justificativos moralistas: ‘es por nuestro bien’, ‘es lo que el pueblo quiere’, ‘son tiempos excepcionales’. El autoritarismo ya no entra por la fuerza: entra por la puerta principal, invitado por ciudadanos agotados de promesas rotas, aterrados por la inseguridad o simplemente seducidos por la retórica grandilocuente del salvador nacional.

El manual del tirano cordial

El recorrido de Matamala por Venezuela, México, Estados Unidos, Argentina y El Salvador revela algo que preferimos no admitir: el tirano moderno es eficiente, racional y metódico. No es un loco aislado; es un oportunista profesional. Entre sus herramientas clave destacan:

1.     Culto a la personalidad: convierte al líder en el único intérprete legítimo de “la voluntad del pueblo” y “el bien de la nación”.

2.     Debilitamiento de contrapesos institucionales: bajo el disfraz de reformas “necesarias”, erosiona la independencia de poderes y la supervisión ciudadana.

3.     Polarización y manipulación del descontento: usa el enojo social para minar la credibilidad del sistema y de sus opositores.

4.     Cooptación del lenguaje democrático: justifica la destrucción de la democracia usando sus propios términos.

Esas tácticas funcionan porque explotan una verdad incómoda: millones de personas perciben la democracia liberal como lenta, desigual e ineficaz. Los nuevos caudillos ofrecen certezas, enemigos claros y atajos atractivos.

Es el menú perfecto para cualquier sociedad que está cansada de esperar.

La región como laboratorio del despotismo reciclado

Lo trágico —y lo irónico— es que América Latina fue la primera víctima de los autoritarismos militares del siglo pasado y ahora está dispuesta a entregar su futuro a nuevas formas de tiranía, más pulidas, más televisables, más tuiteras.

Ya no hay generales con lentes oscuros, sino presidentes influencers.

Ya no se censura por decreto, sino por saturación informativa y descrédito sistemático.

El autoritarismo, el de hoy, no necesita imponerse: se ofrece y se contagia.

Crece porque encuentra demanda. Porque una parte significativa de nuestras sociedades está convencida de que la democracia —esa maquinaria lenta, contradictoria, imperfecta— es un lujo que ya no podemos permitirnos. Porque hemos normalizado que “orden” y “libertad” son incompatibles, cuando en realidad ninguna de las dos puede sobrevivir sin la otra.

El ciudadano satisfecho

Quizás la escena descrita por Matamala en El Salvador sea la más reveladora: un vecino agradece al presidente como si fuera un enviado divino y, cuando se le advierte de la pérdida de libertades, responde: “Estará de Dios”.

He ahí el punto en el que el autoritarismo ya no necesita esconderse. Cuando la ciudadanía, resignada o fascinada, entrega sus derechos a cambio de seguridad, comodidad o la ilusión de pertenecer al bando correcto.

Ese es el verdadero triunfo del despotismo moderno: la apatía. El convencimiento de que la democracia es negociable, de que los derechos son prescindibles, de que la pluralidad es un estorbo.

La responsabilidad incómoda

Matamala no se limita a denunciar a los líderes, pues nos interpela directamente a nosotros. A nuestras culturas políticas, a nuestra tolerancia al abuso, a nuestra facilidad para acostumbrarnos. La autocracia no prospera en sociedades activas y vigilantes, sino en sociedades fatigadas que han dejado de exigir, que han renunciado a la incomodidad del desacuerdo.

Y aquí la reflexión se vuelve más dolorosa: no solo en esa malvista América Latina, sino que, por contagio, en todo el hemisferio americano la democracia se rompe no solo desde arriba. También se abandona desde abajo. Se erosiona cada vez que aceptamos la mentira como “parte del juego”, cada vez que justificamos atropellos porque “todos los políticos son iguales” o “el otro bando es peor”, cada vez que confundimos fuerza con liderazgo, aplauso con legitimidad, eficiencia con justicia, poder con riqueza.

Lo que está en juego no es solo que las instituciones se debiliten, sino que la democracia se convierta en un aparato fallido de elecciones periódicas sin competencia real, congresos sin capacidad de fiscalización, municipios ineficaces, prensa amordazada, tribunales cooptados, oportunidades desiguales. En esa deriva, los ciudadanos dejan de ser actores con derechos garantizados para convertirse en peones sujetos al arbitrio de un poder personalista, engreído y enriquecido.

Una advertencia, una oportunidad

Matamala nos deja un mensaje final que no es pesimista, pero sí urgente: estamos a tiempo de que alguien —con un gobierno encaramado en el pedestal de su sola voluntad cesárea— erradique con un gesto de burla y desdén el régimen político antaño defendido como “el del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.

Porque la democracia no se destruye de un día para otro, pero tampoco se salva sola. Exige vigilancia. Necesita instituciones fuertes y ciudadanía exigente. Requiere pluralismo, crítica, medios libres, justicia autónoma y partidos capaces de ofrecer algo más que indignación, despilfarro de fondos públicos o espectáculo. Además, como ya ha advertido Enrique Krauze, requiere menos “populismo”, más límites al poder y una ciudadanía vigilante.

Y, si no estamos dispuestos a incomodarnos, a enfrentar nuestras propias contradicciones y a defender las reglas incluso cuando no nos favorecen, entonces tendremos lo que merecemos: gobiernos dueños del país, instituciones convertidas en decorado, ciudadanos dispuestos a entregar libertad y poder de decisión a cambio de promesas vacías.

Si llegamos a ese extremo, la pregunta no será cómo se destruye una democracia, sino por qué permitimos que tanta arrogancia individual, con su retórica populista, arremeta contra el orden institucional hasta convertirlo, sin resistencia, en un cascarón vacío.

Fernando Ferran

Educador

Profesor Investigador Programa de Estudios del Desarrollo Dominicano, PUCMM

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