Esta nueva generación de votantes desconoce y con razón quién fue El Bobby de Nylon y sin embargo a mí la sola mención de ese nombre me lleva, a través de un conducto directo, hacia un pasado reciente que me sitúa, al menos, treinta y tantos años atrás. Pero vamos a ver cómo se hace actual su referencia.

Cada noche al regresar de mi trabajo acostumbro a hacer una parada técnica en el colmado Fortuna, para deleitarme frente al televisor viendo un juego de béisbol o de baloncesto. A veces, muy de vez en cuando, se sentaba a mi lado El Bobby de Nylon con su peculiar rostro y ese hablar enrevesado que tanta hilaridad causaba en la pantalla chica con sus ocurrencias, aquel  vestir impecable y un pañuelo siempre bien planchado en el bolsillo de su saco. En una ocasión pude ver que cabeceaba y se quedaba dormido, reclinado en una de las sillas del negocio y justo en ese instante -inmisericorde- interrumpí su sueño con una observación aparentemente ingenua.

– Bobby, tú eras un hombre de la mayor confianza en el entorno del Dr. Joaquín Balaguer…

Despertó de inmediato, como quien sale de un profundo sueño, removiendo al hacerlo todo un pasado donde el poder se practicaba de un modo absoluto. Un tiempo en el que la cercanía al mismo otorgaba licencia para el uso y abuso de prebendas de manera abiertamente descarada.

-Yo era como un hijo de la casa -dijo con orgullo-, le compraba los guineos al Doctor y hasta las chinas se las pelaba en su habitación y las compartíamos.

A decir verdad, no sé qué tanto de lo que me contó aquella noche pudo ser real o fruto de una rica imaginación, pero para mí que andaba detrás de historias que me resultaran atractivas -fabulosas si se quiere- aquel ser tan inusual me ofreció y con creces lo que yo andaba buscando. Le dejé hablar y con gesto amigable le animé a explayarse sin el menor filtro acerca de su pasado.

– Yo era un hombre de tanta confianza del presidente Balaguer, prosiguió deslenguado, que sabía hasta copiar perfectamente su firma.

Al decir esto último hizo una pausa y se tomó un respiro, ya que consideró que lo que iba a contarme tenía valor cercano a un secreto de estado. Volteó hacia mí su rostro, que hasta entonces había estado un poco girado para poder seguir con atención el juego, me miró de cuerpo entero, como quien tasa una res y añadió en voz baja

– Le voy a contar algo ya que usted me inspira confianza, dijo campechano. Una mañana el presidente me envió con doscientos nombramientos ante la presencia del director de la Lotería Nacional. Eran lo que se llamaba “botellas” destinadas a  activistas del partido reformista, personas que cobraban sin trabajar. Yo, para ese entonces, era un jovenzuelo que pasaba las noches de casino en casino gastando dinero sin ningún control y se me ocurrió en aquel preciso momento una travesura de lo más arriesgada. Falsifiqué, sin el menor remordimiento, la firma del presidente y nombré doscientas "botellas" más cuyos primeros sueldos debían ir a parar, íntegramente y como pago, a mi bolsillo.

Todo aquello estaba saliendo a la perfección, hasta que al director de la lotería le llamó poderosamente la atención la enorme cantidad de nombramientos en tan corto espacio de tiempo. Esa misma noche fue a entregar al presidente el informe de recaudación y aprovechó para manifestarle su sorpresa por todo aquel asunto que yo le había llevado aquel día. El Doctor, al saberlo, brincó en cólera y de inmediato me mandó buscar. Para cuando llegué a la casa presidencial en la Máximo Gómez yo estaba hecho una uva de alcohol. En el salón se encontraban sentados, en sus respectivas mecedoras, doña Emma, Laita y el Dr. Balaguer. Yo me senté al lado de la primera y el presidente inició allá mismo su discurso haciéndome los más fuertes señalamientos por irresponsable y abuso de confianza. Le escuché, a decir verdad sin inmutarme y cuando supe que ya no le quedaban más palabras ofensivas en mi contra, le solicité permiso para defenderme. Él aceptó, no sin antes decir dos o tres cosas hirientes más.

Inicié entonces mi turno, haciendo acopio y valor de mi hoja de servicio y de mi firme lealtad a la familia. Mientras esgrimía mis razones, observaba cómo sus hermanas, en silencio y con un movimiento discreto de cabeza, me iban dando la razón. Al final y lleno de vehemencia, argumenté  que todos aquellos nombramientos tenían como objetivo establecer un muro de contención que protegiera a su gobierno de los enemigos gratuitos que sumaban sus generales con las duras represalias en las calles. Balaguer hizo un prolongado silencio, meditó sus palabras antes de hablar de nuevo y casi avergonzado y como excusa a sus anteriores palabras, dijo tan solo que la próxima vez tuviera la delicadeza de avisarle de que yo iba a nombrar tantos compatriotas en nómina.

Yo, por mi parte y después de la extraordinaria narración de mi nuevo amigo, me quedé reflexionando sobre los intríngulis del poder y el modo en el que se manejan las cosas más insólitas desde atrás y entre bambalinas. Pensé que un hecho casual y quizás tan simple como serle o no simpático a un funcionario próximo al entorno del presidente podía marcar la suerte o la desgracia de una persona. Aun peor, no sería raro imaginar que si la enana que barría con brío la marquesina de la casa del más alto mandatario del país había iniciado de mal humor un día cualquiera, bien podía suceder que no permitiera a ningún visitante la entrada en buena onda a la casa presidencial.