En esta tierra de aplausos injustificados y ceremonias huecas, hemos aprendido —o nos han enseñado— a celebrar lo ordinario como si fuera milagro. Aplaudimos a la tortuga por no tener cintura y lo vendemos como un logro. Nos emociona el mínimo avance como si fuera un salto cuántico. ¿Cuándo comenzamos a confundir el deber con el mérito?

Un funcionario cumple con sus funciones y recibe alabanzas como si hubiese salvado al mundo, alabanzas muchas veces auto agenciadas, compradas o simplemente actos lisonjeros partidistas. El político que no roba es canonizado, el burócrata que responde un correo es llamado héroe de lo público. Pero ¿acaso una enfermera exige una medalla por canalizar una vena? ¿Acaso se honra con bustos al árbol por dar frutos o al río por correr?

No confundamos cumplimiento con excelencia. La honestidad, la diligencia, la transparencia, la eficiencia… no son gestos de virtud, son condiciones mínimas del cargo; son los ladrillos invisibles sobre los que debería levantarse cualquier edificio público; no son hazañas, son la base.

Imagen creada por IA.

Sin embargo, vivimos en un teatro político donde el telón sube para mostrar la entrega de una ambulancia, como si el funcionario la hubiera fabricado con sus manos, como si el dinero no viniera del pueblo que aplaude desde el último asiento. El sistema vende sus deberes como conquistas, y nosotros —sedientos de esperanza o manipulados por la escenografía— compramos el relato con ojos brillosos y palmas listas.

¿Por qué lo hacemos? Quizá porque durante tanto tiempo no tuvimos ni lo básico, y ahora cualquier migaja parece un festín. O tal vez, porque es más fácil celebrar pequeñas farsas que exigir transformaciones reales. Siempre habrá a quien culpar por nuestra incompetencia, siempre se encontrará un espejo roto en el cual no vernos. Siempre habrá un político que tome decisiones perjudiciales para el pueblo y, al verse obligado a rectificar por la presión social, termine recibiendo elogios y reconocimiento por parte de sus seguidores más serviles, como si nunca hubiera cometido el error.

El político verdaderamente eficiente no necesita millones para conquistar o comprar conciencias. No tiene que adquirir el favor del pueblo si ya ha sembrado confianza con su actuar. El respeto no se adquiere a billete limpio, a fuerza de papeleta, se gana con coherencia y con hechos que trascienden el formulario de funciones. Implementar planes innovadores, reconstruir realidades torcidas, proponer un país que aún no existe… eso sí es motivo de celebración, todo lo demás, es apenas cumplir con lo firmado.

No se aplaude a la lluvia por caer, ni al fuego por calentar. No celebremos lo que debe suceder como si fuera una excepción. La verdadera política no necesita alfombras rojas para caminar; le basta con un pueblo que crea en ella sin necesidad de sobornos emocionales.

Cuando dejemos de vitorear la normalidad, quizá comience la verdadera transformación.

Esteban Tiburcio Gómez

Investigador y educador

El Dr. Esteban Tiburcio Gómez es miembro de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. Licenciado en Educación Mención Ciencias Sociales, con maestría en educación superior. Fue rector del Instituto Tecnológico del Cibao Oriental (ITECO), Doctor en Psicopedagogía en la Universidad del País Vasco (UPV), España. Doctor en Historia del Caribe en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM), entre otras especializaciones académicas.

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