En el debate económico contemporáneo, se ha vuelto casi costumbre hablar de “equilibrio” como un ideal deseable de las economías nacionales. Sin embargo, esa noción resulta cada vez más inadecuada para describir el comportamiento real de los sistemas dinámicos complejos, como lo son las economías capitalistas. En la práctica, lo que predomina no es el equilibrio, sino el desequilibrio persistente, característico de lo que el pensamiento económico más avanzado denomina sistemas complejos organizados.

En estos sistemas —dinámicos, abiertos y en constante transformación— los desequilibrios no son anomalías, sino parte inherente de su funcionamiento, por ello, cuando no se gestionan adecuadamente, esos desequilibrios pueden desbordarse, con efectos estructurales de largo plazo. Ese es precisamente el caso de la balanza comercial de Estados Unidos, cuyo déficit no solo ha sido sostenido, sino que ha alcanzado niveles que reflejan una reconfiguración profunda de su aparato productivo.

El economista francés Noel Pierre Giraud, en un ensayo de principio del presente siglo titulado “Prospectiva Económica Global”, advertía sobre una de las causas fundamentales de este fenómeno: la competencia entre territorios por atraer capitales. Según Giraud, la apertura de los mercados y la movilidad del capital a escala global empujaron a los países a competir entre sí ofreciendo menores salarios, menor regulación y mayores ventajas fiscales. Esta competencia no fue neutra: favoreció sistemáticamente a los países con menores costos laborales y reglas más flexibles para el capital.

En ese escenario, China se convirtió en el gran beneficiario. A partir de los años 80, atrajo inversiones masivas gracias a su mano de obra barata, su infraestructura industrial en expansión y una política estatal orientada al comercio exterior. Durante más de cuatro décadas, buena parte de la industria manufacturera estadounidense —y de otros países desarrollados— se trasladó al gigante asiático.

Este fenómeno desató un desequilibrio progresivo en la balanza comercial estadounidense, cuya magnitud ha superado ya los límites de lo que podría considerarse una fase temporal de ajuste. No se trata solo de una diferencia puntual entre exportaciones e importaciones, sino de un desbordamiento estructural, que refleja la pérdida de capacidad productiva interna en sectores clave, así como la consolidación de una dependencia sistemática de bienes manufacturados extranjeros.

La respuesta de Estados Unidos ha sido, en los últimos años, cada vez más proteccionista. Las políticas arancelarias impulsadas por las administraciones de Trump y Biden buscan frenar la expansión de este desequilibrio desbordado, encareciendo las importaciones —especialmente provenientes de China— y tratando de reindustrializar sectores estratégicos a través de incentivos y restricciones comerciales.

Pero estos aranceles no son una simple herramienta de política económica. Son, en realidad, una señal de agotamiento del modelo que promovió la competencia territorial desregulada, ese que durante décadas priorizó la eficiencia del capital por encima de la sostenibilidad territorial. Los capitales se movieron libremente en busca de rentabilidad, sin que existiera una arquitectura global capaz de limitar sus efectos sobre el empleo, la cohesión social o las capacidades productivas de los territorios abandonados.

Hoy, Estados Unidos paga el precio de haber permitido que sus desequilibrios comerciales se transformaran en una condición estructural de su economía. Y lo más relevante es que este fenómeno no es exclusivo de las grandes potencias. Países como República Dominicana también compiten por atraer capitales mediante bajos salarios y exenciones fiscales, profundizando los lazos de dependencia y aumentando la vulnerabilidad con poca atención en el fortalecimiento de su base productiva nacional.

La gran enseñanza que deja Giraud es que el mundo ya no puede seguir operando bajo la ilusión del equilibrio. Lo que vivimos es una era de desequilibrios persistentes y desbordados, que requieren nuevas formas de regulación, cooperación internacional y protección de los territorios. Los sistemas complejos organizados no se estabilizan solos; necesitan conducción, política pública estratégica y, sobre todo, una visión que coloque el desarrollo de las personas y los territorios por encima de la simple rentabilidad.

Luis Ortega Rincón

Economista

Economista graduado de la Universidad Autónoma de Santo Domingo con Maestría en Economía en el Centro de Investigación y Docencia de México y en Mercadeo del Instituto Tecnológico de Santo Domingo. Con más de 30 años de experiencia en planificación y políticas públicas tanto en el sector público como en organizaciones de la sociedad civil. Se ha desempeñado como Coordinador Técnico de la Agenda 2030 en el Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo, coordinador de proyectos multilaterales, enlace entre el Gobierno Central y el Congreso Nacional durante el proceso de consulta y concertación de la Estrategia Nacional de Desarrollo 2030, evaluación de programas y proyectos bilaterales, planificación del desarrollo, Evaluación de Impacto en proyectos de microempresas, entre otros. Cuenta con una serie de publicaciones en materia de pobreza, medioambiente, desarrollo territorial e ingresos. Ha impartido docencias en la UASD, INTEC, UNAPEC y en la Universidad Tecnológica del Cibao Oriental (UTECO). De igual manera, se ha desempeñado como voluntario en el Consejo de Directores del Centro de Solidaridad para el Desarrollo de la Mujer (CE-MUJER) y actualmente en la Directiva de la organización social ¨Iniciativa Solidaria¨ (ISOL) con sede Azua de Compostela.

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