“Lo dominicano” no existe. Pensemos: dónde comienza y concluye el concepto, en qué valores se sustenta, cuáles son sus costas, horizontes, qué unifica al campesino de Montecristi con el vigilante en Bávaro o el echa días en Barahona, o con Johnny, quien ahora está cruzando el Washington y espera a que lo recojan para ir a Jersey City.
Mi gato existe. Tiene formas, movimiento, rostro y lo peor: no se interesa por mí, salvo en el instante en que tiene hambre, quiere rascarse o dormir.
Los perros que tuve, también existieron. Trataba de dominarlos, de guiarlos, y a veces los lograba, pero siempre andaban tristes, como urgiendo una mano sobre sus cabezas.
A los burros hace años que no los veo. Iban delante de carretas o llevando a marchantes que ofertaban tabaco o con árganas. Los burros eran tristeza pura, esfuerzo, resignación.
Pienso en dominicanos, gatos, perros y burros.
Mañana tal vez pensaré en argentinos, cubanos, unicornios, en Sha-Zan y seguramente en los personajes de Viajes a las Estrellas o La Guerra de las Galaxias.
O tal vez piense en ti, oh desocupada lectora, o lector, que deberías hacer cosas más importantes como llegar al fin de un texto en el que finalmente no he dicho nada importante, como siempre.
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