La guerra en Gaza parece haber llegado a su fin con el histórico acuerdo de intercambio de rehenes y prisioneros anunciado hace pocos días. El silencio de las armas, sin embargo, no es garantía de paz. El conflicto palestino-israelí, esa herida abierta que atraviesa generaciones, entra ahora en una fase en la que la diplomacia deberá enfrentar el reto más difícil: reconstruir sin legitimar, negociar sin ceder y reconciliar sin olvidar.

No deja de ser curioso que, tras dos años de guerra, Gaza fuera el epicentro de una devastación que superó toda capacidad humanitaria y política. Las cifras de muertos, los desplazamientos masivos y la destrucción de infraestructura esencial revelan un drama que trasciende las fronteras. El acuerdo, mediado por Egipto, Catar y Turquía con apoyo de Estados Unidos y la ONU, no solo busca liberar prisioneros, sino abrir, aunque sea por un instante, una pequeña puerta hacia una transición política incierta, donde el futuro de Medio Oriente se sostiene sobre el frágil equilibrio entre la esperanza y la desconfianza.

El dilema es profundo. Nadie gana del todo, y sin embargo, todos pierden algo. Hamás ha sobrevivido tanto militar como simbólicamente, mientras Israel carga con el costo político y moral de una ofensiva prolongada. Ninguna de las partes ha ganado realmente, y nadie quiere asumir el costo de la reconstrucción. El problema de fondo no es material, sino político. Sin una autoridad legítima que gobierne Gaza, la reconstrucción será una ilusión. La Autoridad Palestina carece de fuerza y credibilidad, mientras Hamás, aunque aún en pie, no puede ser reconocido como interlocutor legítimo. El vacío de poder que se abre es un riesgo latente, un recordatorio de que los conflictos no mueren: se transforman.

La reconstrucción de Gaza exigirá más que dinero y cemento

Reconstruir Gaza exigirá más que dinero y cemento. Y uno se pregunta si la comunidad internacional está realmente dispuesta a hacerlo. Exigirá un consenso político que garantice seguridad, legitimidad y justicia. Israel teme que toda ayuda sirva para rearmar a sus enemigos; los palestinos desconfían de cualquier plan que no contemple soberanía real; y los mediadores regionales buscan equilibrar intereses propios en un tablero cada vez más complejo. En el fondo, todos saben que cualquier solución duradera pasa por reconocer que la estabilidad de Israel y la dignidad palestina son dos caras de la misma moneda y que, tras dos años, el único consenso sea el cansancio.

La guerra ha reconfigurado las relaciones en el mundo árabe. Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos han pausado sus avances hacia la normalización con Israel, mientras Irán celebra el desgaste de su rival regional y extiende su influencia a través de actores no estatales. Turquía emerge como el gran beneficiario diplomático, consolidando su papel como mediador estratégico, pragmático y ambicioso. Egipto reafirma su función de contención fronteriza y Catar consolida su diplomacia de mediación. Oriente Medio se redibuja una vez más, aunque sin un mapa definitivo ni actores dispuestos a renunciar a su protagonismo.

En Occidente, el acuerdo ofrece un respiro, aunque nadie se atreve a llamarlo victoria. Estados Unidos intenta presentarlo como un logro de su presión diplomática, aunque su influencia real en el mundo árabe ha disminuido notablemente. La Unión Europea, atrapada entre la solidaridad histórica con Israel y las presiones humanitarias internas, ha perdido capacidad de iniciativa. Mientras tanto, Rusia y China aprovechan el vacío de liderazgo moral para proyectar su narrativa de multipolaridad y soberanía, posicionándose como los nuevos árbitros de los conflictos internacionales. De ahí que, en esta crisis, la diplomacia haya dejado de ser solo política exterior: se ha convertido en política de supervivencia.

La ONU enfrenta quizás su mayor desafío desde la guerra de Siria. Su silencio durante los meses más intensos del conflicto debilitó su autoridad y la urgencia de una reforma que devuelva legitimidad al sistema multilateral. Ahora deberá demostrar que aún puede coordinar la reconstrucción de un territorio devastado y restaurar su credibilidad como garante de la paz. Si fracasa, el sistema multilateral sufrirá un golpe difícil de revertir.

La estabilidad no se impone, se construye.

Más allá del dolor y las ruinas, Gaza representa una oportunidad para repensar la diplomacia contemporánea. Quizás, después de todo, la paz empieza cuando entendamos que no basta firmarla: hay que sostenerla día a día. No hay paz posible sin instituciones sólidas, sin confianza mutua ni compromiso político real. La reconstrucción debe ir acompañada de una nueva arquitectura de seguridad regional, donde las potencias comprendan que la estabilidad no se impone, se construye.

República Dominicana, como nación comprometida con el derecho internacional y la solución pacífica de los conflictos, puede aportar una voz moderada y coherente en los foros multilaterales. Nuestra política exterior, basada en el respeto y la cooperación, puede contribuir a rescatar el valor del diálogo como herramienta de transformación global. Porque lo que se juega tras el fuego no es solo la reconstrucción de Gaza, sino la reconstrucción de la esperanza en la diplomacia como instrumento de civilización.

Franklin García Sosa

abogado

Un párrafo que dice quién es ya qué se dedica: Franklin Manuel García Sosa. Abogado egresado de la UASD, con maestria en Derecho Administrativo y Procesal Administrativo (pendiente de tesis). Se desempeña como Consejero en la Embajada de la República Dominicana ante el Reino Unido.

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