La democracia en las Américas lleva ya más de una década de estancamientos y retrocesos. Tras avances formales en la organización de elecciones, hoy se consolidan, de norte a sur, regímenes autoritarios de distintas raigambres. Junto con el agotamiento institucional y los déficits democráticos pendientes de las olas anteriores, nuestro hemisferio enfrenta también los retos globales de la democracia, entre ellos el de la desinformación digital.
Cuando hablamos de desinformación nos hemos acostumbrado a pensar en contenidos falsos, cadenas virales, cuentas anónimas y ejércitos de bots. Todo eso existe, pero el problema es más amplio. El verdadero problema no es solo que circulen mentiras, sino que cada vez tenemos menos espacios donde discutir sobre las verdades en serio[2].
No se trata solo del contenido, sino del entorno comunicacional en el que vivimos: la velocidad importa más que la veracidad, la indignación se premia más que la argumentación y la atención se convierte en un recurso escaso. Desde hace años se habla de “economía de la atención” para describir este proceso: nuestra capacidad de concentrarnos se ha convertido en mercancía y las plataformas compiten por capturarla a cualquier costo.
Ahí la esfera pública se fragmenta. Nos encerramos en cámaras de eco, consumimos solo aquello que confirma lo que ya creemos y el debate democrático se vuelve más emocional y menos racional. Eso erosiona la confianza en las instituciones y empobrece la toma de decisiones públicas, sobre todo en los temas complejos que requieren deliberación serena. Desde un enfoque de sistemas, el diagnóstico va más lejos: la atención es la operación que define a la conciencia como sistema. Si convertimos la atención en mercancía, terminamos organizando nuestra vida mental según la lógica del mercado. La conciencia empieza a observarse a sí misma como recurso —“¿cuánto tiempo paso en redes?”, “¿qué me recomienda el algoritmo?”— y a ordenar sus prioridades según los estímulos que mejor se venden. El resultado es una fragmentación del sentido que facilita la polarización, la ansiedad y, por supuesto, la desinformación.
Este deterioro se agrava cuando dejamos intacta la imagen idealizada de los medios de comunicación como “perros guardianes” de la democracia. Hace años me pregunté si los medios de masa son realmente guardianes o más bien carceleros de la democracia[3]. La narrativa liberal clásica los presenta como contrapeso del poder político. Pero esa visión ignora la economía política de la comunicación: los medios no solo vigilan el poder, también son poder. Concentrados en pocos conglomerados, con intereses empresariales muy concretos, influyen diariamente en lo que una sociedad considera real, relevante y urgente.
Giovanni Sartori lo advirtió en Homo videns: con la videopolítica, la imagen desplaza al argumento y la televisión termina hablando en nombre de una “opinión pública” que, muchas veces, es el eco de su propia voz. En ese contexto, los medios pueden dejar de ser guardianes y convertirse en carceleros cuando capturan la agenda, moldean las percepciones y reducen la política a espectáculo. A esto se suma el deterioro del papel de los partidos políticos como mediadores de la deliberación y educadores de la ciudadanía. Históricamente, los partidos canalizaban intereses, ofrecían proyectos de sociedad y ayudaban a traducir conflictos en programas y decisiones públicas. Hoy proliferan los políticos superestrella, construidos como productos mediáticos, y partidos de “carpeta” cuyo principal objetivo no es sostener un proyecto, sino sumar votos.
El problema, además, ya no se limita a la televisión. Vivimos en un sistema integrado de medios tradicionales y plataformas digitales privadas. Medios, plataformas y empresas de datos forman una malla de poder capaz de moldear en tiempo real lo que vemos y lo que consideramos importante. En ese sistema, la desinformación no es una anomalía excepcional: es casi un subproducto estructural de un modelo diseñado para maximizar atención, segmentar públicos y explotar nuestras emociones políticas. La visibilidad de un tema depende más de su valor económico que de su valor deliberativo.
Aquí resulta útil recordar a Michel Foucault cuando habla de gubernamentalidad y biopolítica: formas de conducir la conducta de las personas y de gestionar la vida misma, sus hábitos y riesgos. Hoy los algoritmos de personalización funcionan como un dispositivo biopolítico de primera magnitud. Clasifican y segmentan en función de nuestros datos, gestionan atención, emociones, miedos y deseos, y nos devuelven un flujo de información hecho a la medida. Cada quien habita un entorno informativo personalizado que decide qué existe y qué deja de existir para esa persona. Es una forma de gobernar conductas orientando lo que vemos, lo que dejamos de ver y lo que percibimos como normal.
Las cámaras de eco actuales no son comunidades espontáneas como el barrio o el sindicato de hace un siglo; son espacios diseñados por la economía digital de la atención y del dato, regidos por algoritmos que buscan maximizar conexión y extracción de datos, no vínculos sociales ni deliberación. Así producen subjetividades y orientan comportamientos al servicio de una racionalidad económica, no de un proyecto democrático.
En un ecosistema dominado por conglomerados mediáticos y plataformas privadas, no basta con publicar datos en un portal ni con proclamar la libertad de expresión. Hay que preguntarse qué tipo de información circula realmente, quién controla las infraestructuras por donde pasa y cómo se distribuye la capacidad de hablar y de ser escuchado.
Vivimos una época de avances científicos y tecnológicos impresionantes: biotecnología, computación, redes sociales, inteligencia artificial, sin embargo, resulta paradójico que hoy las ciencias parecen menos capaces que nunca de orientar el debate público y guiar la acción política. La desconexión entre saberes especializados y política pública expresa una crisis epistémica profunda. La prometida inter y transdisciplinariedad suele traducirse en nuevas comunidades epistémicas que conviven en paralelo con las disciplinas tradicionales, producen conocimiento valioso, pero rara vez logran incidir en cómo se toman decisiones o en cómo la ciudadanía entiende los problemas.
Al mismo tiempo, una parte crucial de la innovación estratégica ocurre en la industria privada, con investigación subsidiada por recursos públicos, pero con propiedad y control privados. Computación, redes sociales e inteligencia artificial son ejemplos claros: se desarrollan en entornos corporativos y luego se convierten en infraestructuras que organizan la comunicación pública sin mediaciones democráticas ni escrutinio académico robusto. En ese escenario se debilita la posibilidad de construir criterios compartidos de verdad y se abre espacio al relativismo extremo, a las teorías conspirativas y a la desinformación sistemática.
Responder a esta situación exige algo más que soluciones técnicas. El fact-checking es necesario, pero insuficiente. Los talleres de alfabetización digital ayudan, pero no bastan. Por un lado, necesitamos que la ciudadanía, desde la escuela hasta la formación profesional, desarrolle un tipo de pensamiento más complejo, capaz de entender cómo se articulan ciencia, economía, tecnología y poder.
Se trata de aprender a leer la esfera pública como un espacio donde interactúan sistemas funcionales, organizaciones y redes más difusas: quién financia a quién, quién diseña los algoritmos que filtran las comunicaciones, qué temas logran entrar en la agenda y cuáles quedan fuera, qué narrativas se repiten y cuáles se silencian, y por qué.
El reto principal es desarrollar una ética ciudadana que, frente a las incertidumbres del saber y la contingencia del quehacer político, busque seguridad no en identidades cerradas ni en certezas prefabricadas, sino en la comunidad y en el compromiso con valores públicos como la deliberación y la tolerancia. Si, como sugiere la noción foucaultiana de biopolítica, hoy se gobierna modulando estilos de vida, gestionando riesgos y administrando nuestra atención mediante dispositivos mediáticos y algoritmos, y si, como argumenta Sergei Prozorov, la ideología de la posverdad degrada la esfera pública al volver indiferente la cuestión de la verdad[4], entonces la respuesta democrática no puede limitarse a defender una verdad abstracta ni a añadir filtros técnicos de verificación, sino que debe organizarse como una biopolítica democrática: prácticas colectivas de veridicción[5], cuidado mutuo y reconocimiento recíproco entre formas de vida que se saben libres, iguales y en común. Eso implica volver a crear comunidad, no en el sentido de las audiencias cautivas de los influencers, sino comunidades de vecinos, familias, conciudadanos que se reconocen como corresponsables. Este es el trabajo más urgente de la esfera pública hoy: reconstruir comunidades orgánicas que puedan interconectarse con otras y operar como contrapeso a la biopolítica del dato, sobre la base del compromiso con la deliberación y la tolerancia, y con la convicción de que el ecosistema de información y comunicación no es neutral, pero puede ser navegado y parcialmente reorientado por sujetos colectivos activos.
En paralelo, la respuesta tiene que ser también institucional. Si medios y plataformas no son intermediarios neutrales, sino actores que ejercen poder sobre los flujos de información, la atención y los afectos, una biopolítica democrática exige discutir nuevas reglas y nuevas instituciones para la comunicación y la circulación de la información. En este marco puede ser útil la idea de inteligencia pública: no como un gran cerebro tecnocrático que sustituye a la política o a las comunidades, sino como una infraestructura pública de datos, análisis y comunicación que refuerce las capacidades colectivas para producir, contrastar y compartir verdad y ayude a equilibrar el enorme poder informacional concentrado en manos privadas (veridicción). Eso incluye fortalecer medios públicos y comunitarios independientes, crear observatorios ciudadanos y académicos sobre medios, plataformas y algoritmos, exigir transparencia en la moderación de contenidos y en los sistemas de recomendación, y empezar a pensar en infraestructuras digitales públicas que garanticen, al menos en ciertos temas o períodos, una continuidad atencional y una diversidad informativa mínima al servicio de la deliberación democrática.
En América Latina y el Caribe, esto difícilmente será posible sin un esfuerzo multilateral serio. Salvo algunas excepciones, pocos países tienen la capacidad de financiar por sí solos una infraestructura digital pública a la altura del desafío.
La desinformación digital, en ese contexto, no es un accidente: es el síntoma visible de una esfera pública sometida a lógicas económicas, tecnológicas e ideológicas que gobiernan nuestra atención sin control democrático. No basta con portales de datos ni con invocar la libertad de expresión: hay que disputar las infraestructuras y las reglas que deciden qué vemos y qué queda fuera.
Reconstruir las condiciones materiales, institucionales y educativas de una conversación pública exigente es la tarea decisiva si queremos que la democracia deje de ser objeto de manipulación y vuelva a ser un espacio donde la sociedad pueda pensarse y corregirse a sí misma.
[1] Este artículo está basado en la presentación del autor en el Seminario Internacional: “Democracia y Participación Ciudadana”, celebrado en Santo Domingo el 26 de noviembre pasado, y organizado por FLACSO, CLACSO y la UASD, con el apoyo del Ministerio de la Presidencia y el Programa Internacional de la Junta de Andalucía.
[2] Aquí el concepto clave es el de veridicción, decir y contestar las verdades. Para una mejor comprensión del término, recomiendo un hermosísimo ciclo de lecciones de Foucault de los años 1983 y 1984 tituladas Le courage de la vérité, donde el filósofo lo conecta con la antigua practica pública griega de la parrhesía.
[3] Muñiz, A. (2014). Los medios de masa ¿guardianes o carceleros de la democracia? Gaceta Judicial 18 (323), pp. 17-25.
[4] Prozorov, S. (2021). Biopolitics After Truth: Knowledge, Power, and Democratic Life. Edinburgh University Press.
[5] El conjunto de procedimientos, dispositivos e instituciones mediante los cuales una comunidad produce, contrasta y reconoce como válidas ciertas afirmaciones sobre la realidad. Siguiendo la noción foucaultiana de veridicción, no se trata de una Verdad absoluta, sino de los regímenes sociales que definen quién tiene autoridad para decir la verdad, bajo qué reglas, con qué pruebas y en qué espacios. En clave democrática, estas prácticas incluyen desde el periodismo y la ciencia hasta los debates públicos, las audiencias ciudadanas y otras formas de deliberación en las que se ponen a prueba argumentos y evidencias de manera recíproca.
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