Después del desencanto y del silencio, quedan las voces que insisten. Este texto cierra un ciclo iniciado con “La literatura dominicana: entre la memoria y el desencanto” y continuado en “República Dominicana: un país donde los escritores se leen entre sí.” Si en aquellos reflexionábamos sobre la herencia y la falta de lectores, hoy volvemos la mirada hacia el futuro, hacia los autores que escriben sin esperar reconocimiento, convencidos de que la palabra, tal como nos enseñó Whitman, “aun puede cambiar el mundo.”
La literatura dominicana vive un momento de renovación silenciosa. En medio de la dispersión editorial y la falta de espacios críticos, surgen nuevas voces que escriben desde distintos puntos del país y desde fuera de él con la convicción admirable de que la palabra todavía puede ser una forma de permanencia. No se trata de una generación organizada ni de un movimiento visible, sino de un conjunto de escritores que, a pesar de la indiferencia institucional, insisten en escribir.
Esa insistencia une a autores como Guillermo Sterling, Berenice B. Navarro, Ricardo Fajardo y Deidamia Galán. Sterling, con Hologramas, Fuego, Luz y Tiempo, ha llevado la poesía al escenario, mezclando música, cuerpo y palabra en una experiencia sensorial que redefine la lectura pública. Navarro, autora de Contracielo, explora lo íntimo desde una escritura contenida, donde la imagen se convierte en respiración.
Fajardo, con novelas como Tras el ocaso, la aurora, construye una narrativa de introspección y equilibrio que se atreve a caminar el sendero de la crítica social y aborda el tema de la identidad nacional. Galán, con libros como De ciudades y nostalgias y Pequeñas obsesiones, trabaja la poesía desde la memoria urbana, el desplazamiento y la nostalgia. En todos ellos, la literatura se impone como acto de persistencia.
Pero la renovación no se limita a los nombres más visibles ni al espacio de la capital. En el interior del país se gesta una literatura diversa y vital. En Santiago, Giovanni Rodríguez profundiza en una narrativa urbana donde la memoria y la crítica social se entrelazan. En La Vega, Diana Ramos explora el vínculo entre lo místico y lo corporal en El libro de las sombras.
En San Francisco de Macorís, Miguelina Altagracia cultiva la microficción con un lirismo austero y cotidiano; en Barahona y San Juan, Yoselyn Almonte y Edgar Smith apuestan por la poesía digital, donde el verso se vuelve imagen y diálogo inmediato.
También en Bonao, Javier Alarcón impulsa pequeños talleres y ediciones locales que han permitido a nuevos autores publicar sus primeros textos; mientras que en Puerto Plata, Katerine Hernández desarrolla una poesía luminosa, concentrada en la brevedad y el pulso emocional. Estas iniciativas, muchas veces autogestionadas, sostienen una red que no depende de la industria editorial sino del acto solidario de leer y compartir.
La literatura emergente dominicana no es un fenómeno menor, sino la manifestación más clara de una tradición que se rehace a sí misma. Estos autores escriben desde la certeza de que la palabra tiene sentido aunque el país no escuche. Su obra, disgregada pero insistente, constituye una forma de resistencia y de pertenencia.
Escribir en este tiempo no es solo un gesto estético, es una manera de seguir existiendo y, aunque antes hablamos del desencanto y de la soledad del escritor, hoy constatamos que la palabra dominicana sigue viva, insistiendo desde sus márgenes, sosteniendo la idea de Aristóteles de que “la esperanza es el sueño del hombre despierto.” La persistencia de los escritores es nuestro llamado; es tarea de todos despertar para leerlos.
Compartir esta nota