El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. — Lord Acton.

Poco antes de que comenzara la tercera ronda de negociaciones de paz entre Rusia y Ucrania, celebrada en el histórico Palacio Ciragan, a orillas del Bósforo europeo, el presidente ucraniano, con el temple de un caudillo envuelto en ropajes democráticos, ejecutó un nuevo zarpazo contra el ya tambaleante andamiaje institucional de su país. El gesto no deja lugar a dudas. Para su régimen, el ejercicio del poder sin límites importa más que la transparencia o la legitimidad del orden republicano.

En efecto, el ilegítimo presidente Vladímir Zelenski profundizó su deriva autoritaria al promulgar una ley que entrega el control total de los organismos anticorrupción al fiscal general, una figura nombrada directamente por él. Lo que en su entorno se presenta como una simple reestructuración administrativa, no es más que un movimiento táctico para concentrar el poder y sofocar los últimos reductos de autonomía institucional que aún sobrevivían.

La Oficina Nacional Anticorrupción de Ucrania (NABU) y la Fiscalía Especializada en Lucha contra la Corrupción (SAP), diseñadas bajo el amparo de Estados Unidos y la Unión Europea tras el simbólico y exaltado Euromaidán, fueron concebidas para cumplir con los estándares mínimos de reforma democrática exigidos por Occidente. Aunque limitadas desde su origen, operaban como un frágil contrapeso ante la corrupción estructural y los excesos del Ejecutivo.

Hoy, con la nueva normativa, han sido degradadas a simples aparatos decorativos. Todas sus decisiones quedarán subordinadas al criterio del fiscal general, quien, con poder omnímodo, podrá frenar, direccionar o anular cualquier investigación. En otras palabras, ninguna causa penal podrá avanzar sin la venia del presidente.

El relato oficial se escuda en la amenaza rusa, la intromisión extranjera y la necesidad de centralización en tiempos de guerra. Sin embargo, analistas independientes, medios de prensa y miles de ciudadanos movilizados ofrecen otra lectura. Las investigaciones abiertas en fechas recientes apuntaban hacia contratos inflados para la fabricación de drones, licitaciones opacas en el sector construcción y operaciones financieras que favorecían a figuras cercanas al entorno presidencial.

La respuesta fue fulminante.

Más de setenta allanamientos a empleados de la NABU, acusaciones de traición y una purga de corte político que evoca las prácticas represivas de las dictaduras del siglo pasado. El Parlamento, alineado mayoritariamente con Zelenski y desprovisto de voluntad crítica, avaló sin titubeos esta reconfiguración del poder. Mientras tanto, las calles comenzaron a llenarse. Miles de ciudadanos se manifestaron en Kiev, Odesa, Lvov y Dniepropetrovsk. Se trató de la protesta más nutrida contra Zelenski desde que comenzó la guerra. Las consignas, claras y desafiantes, exigían respeto por la independencia de las agencias anticorrupción y denunciaban el desmantelamiento acelerado de los últimos vestigios institucionales del país.

Como era de esperarse, las capitales occidentales reaccionaron con ambigüedad. Bruselas y Washington emitieron comunicados diplomáticos llenos de expresiones vagas como “preocupación” o “advertencias sobre riesgos para la gobernanza”, pero sin adoptar medidas concretas. Mientras tanto, la ayuda financiera continúa fluyendo, el respaldo político permanece inalterado y los actores globales siguen encogiéndose de hombros ante la deriva autocrática de un gobierno que les sirve como peón estratégico.

Lo que en otras latitudes justificaría sanciones inmediatas o aislamiento político, en Ucrania es presentado como un asunto doméstico menor.

Algunos medios influyentes, sin embargo, rompieron el guion. The Wall Street Journal calificó la decisión como un asalto directo a la institucionalidad democrática. The Economist advirtió que esta jugada refleja una arrogancia peligrosa y una creciente desconexión con las bases ciudadanas, tanto dentro como fuera del país. Incluso desde Estados Unidos surgieron voces que pidieron abiertamente la destitución de Zelenski. Aun así, nada parece modificar la lógica cruda de los intereses geopolíticos.

La norma es que mientras el adversario siga siendo Rusia, cualquier transgresión puede ser pasada por alto. Conviene no olvidar que la demolición de la democracia ucraniana no comienza hoy, sino que arrastra ya más de una década desde el Euromaidán.

En un contexto de tensión interna, cuestionamientos externos sobre el uso de los fondos de guerra (el último expresado por el propio presidente de los Estados Unidos) y un evidente deterioro de su imagen, Zelenski opta por blindarse a toda costa. Controlar la narrativa, someter a los organismos fiscalizadores y legislar a través de decretos con el respaldo de la ley marcial son las herramientas por excelencia de su estrategia de supervivencia. El autoritarismo ya no es un accidente, sino una elección consciente y funcional.

Lo que Occidente celebra como revolución democrática deriva, en los hechos, en la entronización de una élite intocable, protegida y onerosamente financiada por alianzas transatlánticas y dispuesta a sofocar cualquier atisbo de disenso mientras siga resultando útil en el tablero geopolítico. No hay república ni Estado de derecho. Lo que hay es un modelo de poder basado en el oportunismo, la corrupción de grandes proporciones, la simulación y la obediencia al guion escrito desde fuera.

 El pueblo ucraniano, atrapado entre una guerra interminable y devastadora, además de sufrir una institucionalidad en ruinas, comienza a entender que sus esperanzas de un Estado justo fueron secuestradas por una casta que ya no se siente obligada a rendir cuentas. Mientras el mundo aplaude o calla, la historia toma nota.  Y si ella aún guarda un juicio por emitir, este momento quedará marcado como el día en que el poder dejó de simular sus intenciones.

Julio Santana

Economista

Economista, especialista en calidad y planificación estratégica. Director de Planificación y Desarrollo del Ministerio de Energía y Minas.

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