Parecería que la conocida frase de que “Para mis amigos todos, para mis enemigos la ley” hubiera sido acuñada en nuestro país, pues la misma retrata el pensamiento de muchos que con grandilocuente firmeza exigen los más severos castigos cuando se trata de terceros y aborrecen las garantías fundamentales que los protegen, pero que cuando se trata de sus familiares, amigos, compañeros o clientes, exigen con virulencia el respeto de sus derechos que ya no consideran excesivos, y apelan a todo tipo de estratagemas para evadir el duro peso de la ley, que con tanta vehemencia clamaban se aplicara a otros.
Ahora que se está discutiendo la aprobación del controvertido proyecto de Código Penal en el cual se incluyen nuevas infracciones, se aumentan penas y se establece la posibilidad de su cúmulo, aspecto con el cual casi todos están de acuerdo, es importante también examinar el comportamiento de nuestra sociedad ante la ley, pues sin importar la gravedad de los hechos hay una tendencia a confundir solidaridad y afecto, con apoyo ilimitado aun en circunstancias en las que lo que procede es desaprobar la mala acción cometida y comprender que la ley debe aplicar sirviendo de lección al infractor.
Por eso es excepcional que en nuestro país alguien admita sus culpas y, a pesar de groseras evidencias, generalmente los imputados claman su inocencia y familiares, vecinos y amigos casi siempre dirán que se trata de una buena persona, de su casa, de su trabajo, o en el mejor de los casos tratarán de minimizar su comportamiento diciendo que es bueno, pero travieso, que es inquieto y díscolo, pero que no le hace daño a nadie, entre otras justificaciones muchas veces disociadas de la realidad.
Y si se minimizan los hechos, mucho más las palabras, y por eso no es sorprendente escuchar a familiares y relacionados reclamar que le den un chance a alguien, como por ejemplo al joven que supuestamente inspirado por el intento de homicidio al expresidente Trump para alcanzar sus cinco minutos de fama en las redes sociales decidió proferir amenazas de muerte contra nuestro presidente, hecho grave, que está penado por la ley.
Nos hemos acostumbrado a que la ley aplique según nuestra propia conveniencia, y ese es un mal que hay que extraer con la certidumbre de que la ley es igual para todos y que quedó atrás el tiempo en que no aplicarla estaba al alcance de una llamada telefónica o un mensaje, y eso es lo que explica que muchos que se sirvieron con la cuchara grande haciendo lo que otros y quizás ellos mismos habían hecho antes impunemente, al chocar con la cortina de hierro de una pesada y documentada acusación que no está manejada por los hilos del poder hayan escogido el mal menor de llegar a acuerdos, aceptando sus responsabilidades, colaborando con sus declaraciones a la instrumentación de expedientes acusatorios, y asumiendo las consecuencias que les impongan para eludir otras peores.
También nos hemos acostumbrado a tener la mano siempre extendida para recibir, y poco dispuesta para servir, edificando una cultura del dame la mío, en la cual no solo los políticos se consideran buenos o malos según la generosidad con que entreguen fondos que por lo general no son suyos, o distribuyan favores, sino los familiares y amigos que ocupen posiciones públicas, y que así como muchos políticos tienen un séquito que vive de los favores de su líder, también lo tienen individuos con dinero, al menos mientras este le dure, sin que importe mucho si se trata de fortuna bien o mal habida, porque para algunos lo importante no es su origen lícito, sino la ración que recibirán.
Quizás por eso los congresistas decidieron instaurar el odioso barrilito, porque entienden que su elección o reelección en el cargo depende más de cuanto den a sus constituyentes para tenerlos contentos, que de cuan bien ejerzan las funciones propias de un legislador, y como es muy fácil ser generoso con lo ajeno, practican su filantropía a cargo del erario con el ilegítimo fondo de asistencia social. Nuestra sociedad que ha cultivado esta perniciosa cultura del dame y del chance, tendrá que despertar de su delirio en el cual por un lado reclama transparencia, cumplimiento con la ley y régimen de consecuencias, y por el otro, favores y eximentes que implican que para con ellos y sus amigos la ley no se cumpla.