En medio de una de las crisis más delicadas del siglo XXI, el conflicto entre Israel e Irán ha alcanzado una nueva dimensión al involucrar directamente a Estados Unidos y al poner en jaque los ya debilitados acuerdos internacionales sobre armas nucleares. La ofensiva lanzada por Washington el pasado 22 de junio contra instalaciones nucleares iraníes (incluyendo Natanz, Isfahán y Fordow), ha generado un profundo quiebre en el andamiaje diplomático construido durante años en torno al control de la proliferación nuclear.
Desde Tel Aviv, las autoridades israelíes celebraron la operación como un “golpe decisivo” contra la capacidad nuclear de Irán. Donald Trump, nuevamente en la Casa Blanca, aseguró que los sitios fueron “completamente destruidos”, equiparando el ataque con el impacto histórico de Hiroshima. Sin embargo, los informes del Pentágono matizan la narrativa: si bien los daños fueron significativos, el programa atómico iraní no fue desmantelado, y su reconstrucción podría tomar solo algunos meses. En la práctica, el ataque redujo el margen de avance técnico, pero no eliminó la voluntad política ni el conocimiento científico necesarios para continuar con el enriquecimiento de uranio.
La respuesta de Teherán no se limitó a los pronunciamientos airados. Suspendió toda cooperación con el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), cerró el acceso a inspectores y aprobó en su parlamento nuevas restricciones a la supervisión extranjera. La salida progresiva del marco de verificación representa una de las consecuencias más alarmantes del conflicto. En vez de disuadir, el ataque envalentona a sectores iraníes que consideran que la única forma de preservar su soberanía es a través del desarrollo autónomo de capacidad nuclear, incluso fuera de los compromisos del Tratado de No Proliferación (TNP).
La reacción internacional no se hizo esperar. La Unión Europea, encabezada por Francia y Alemania, iniciaron contactos preliminares con el gobierno iraní con la intención de reanudar algún tipo de diálogo diplomático que permita salvar lo que queda del acuerdo nuclear de 2015. Estas conversaciones, según fuentes en Ginebra, apuntan a restaurar niveles de enriquecimiento controlables, bajo supervisión técnica para evitar que la desconfianza mutua arrastre a la región hacia una carrera armamentista irreversible. La sombra de un “Medio Oriente nuclear” ya no parece una advertencia lejana, sino un riesgo inminente.
En paralelo, las bajas civiles en Irán superan el medio millar, según los medios de comunicación, mientras que en Israel se contabilizan al menos una treintena de víctimas, producto de la represalia iraní con misiles de corto y medio alcance. La guerra ha tenido un componente tecnológico notable, con ataques cibernéticos a sistemas de defensa y sabotajes a redes eléctricas. Estados Unidos refuerza su presencia militar en el Golfo, mientras que Qatar sirvió de canal para la mediación que derivó, el 24 de junio, en un frágil cese al fuego.
No obstante, la paz parece más táctica que estratégica. Irán continúa con su retórica de resistencia, mientras que Israel mantiene una postura de vigilancia activa. Trump, por su parte, advirtió que cualquier incumplimiento del alto al fuego provocará una respuesta “contundente y sin previo aviso”. Bajo ese escenario, el riesgo de un nuevo estallido es real.
Más allá de los misiles, lo que está en juego es la credibilidad de los mecanismos internacionales para frenar la proliferación nuclear. Si Irán decide abandonar el TNP, como sugieren algunas voces dentro de su clase política, no solo se abrirá una brecha en el sistema global de no proliferación, sino que se enviará un mensaje desolador al resto del mundo: que el respeto a los compromisos multilaterales no garantiza seguridad alguna.
En definitiva, la guerra entre Israel e Irán no solo sacude al Medio Oriente, sino que pone al régimen internacional de control nuclear frente a su mayor prueba desde la Guerra Fría. De su desenlace dependerá, en buena medida, la estabilidad de las próximas décadas.
El riesgo que enfrentamos no es solo geopolítico, económico o social: es humano. La paz no es solo la ausencia de guerra; es la presencia de justicia, respeto, cooperación y esperanza. Hoy más que nunca, es necesario abrir los caminos al entendimiento, construir puentes en lugar de muros y sembrar aun en medio del conflicto, la semilla de un mañana en armonía.
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