Durante los últimos años, América Latina ha transitado desde el rebote postpandemia hacia un ciclo económico mucho más complejo y exigente. El entorno internacional cambió, el crédito global se encareció, la tolerancia al riesgo disminuyó y las economías de la región —altamente dependientes del financiamiento externo, del comercio y de los flujos de capital— comienzan a mostrar señales claras de desaceleración estructural. No se trata de una crisis súbita, sino de un desgaste progresivo que exige lectura fina y decisiones responsables.
La región enfrenta hoy un escenario marcado por tasas de interés internacionales altas por más tiempo, menor crecimiento potencial, fragmentación del comercio global y presiones fiscales crecientes. Países como Brasil y México desaceleran, Chile, Perú y Colombia enfrentan menor inversión y tensiones internas, mientras Argentina atraviesa un ajuste severo. Centroamérica y el Caribe, por su parte, se mantienen particularmente vulnerables por su dependencia del turismo, las remesas y el financiamiento externo.
En este contexto regional, República Dominicana no puede asumirse como una excepción permanente.
La advertencia no es ideológica ni alarmista; es técnica y responsable. Las economías que mejor atraviesan los cambios de ciclo son aquellas que leen las señales a tiempo y actúan antes de que el ajuste sea impuesto desde afuera.
Es cierto que el país aún exhibe tasas de crecimiento positivas y una imagen de estabilidad macroeconómica relativa. Pero esa estabilidad comienza a mostrar fisuras cuando se la analiza con mayor profundidad, sobre todo si se confunde buen desempeño coyuntural con fortaleza estructural. La estabilidad no es permanente si se administra como si lo fuera.
Uno de los indicadores más sensibles —y menos debatidos con franqueza— es el comportamiento reciente del turismo, uno de los principales motores de la economía dominicana. En los últimos meses se observa una reducción relativa del turismo proveniente de Estados Unidos, Europa, Canadá, Rusia y Ucrania, mercados históricamente de mayor gasto promedio, mayor estadía y mayor impacto en divisas. En su lugar, se ha producido una sustitución creciente por turismo suramericano, proveniente de economías que hoy también enfrentan desaceleración, inflación, restricciones fiscales y menor poder adquisitivo.
Esta recomposición del origen del turismo no es neutra. Aunque el volumen pueda sostenerse en el corto plazo, la calidad del ingreso turístico se resiente, con menor gasto por visitante, mayor presión sobre precios y menor derrame sobre otros sectores. Apostar únicamente a mantener cifras agregadas sin analizar su composición es otra forma de administrar la estabilidad como si fuera inagotable.
A esto se suma un entorno financiero regional cada vez más restrictivo. Con tasas altas en Estados Unidos, los capitales internacionales se vuelven más selectivos. Los bonos soberanos latinoamericanos compiten directamente con instrumentos estadounidenses de menor riesgo, mientras las bancas locales —incluida la dominicana— encuentran mayores incentivos regulatorios y financieros para financiar al Estado antes que al sector productivo. El resultado es un desplazamiento silencioso del crédito privado, un fenómeno conocido y peligroso: el crowding out.
En República Dominicana, este proceso se ve reforzado por el aumento del endeudamiento público, el peso creciente del gasto corriente y la acumulación de presiones cuasifiscales. La banca, racionalmente, prioriza instrumentos soberanos con tratamiento regulatorio favorable, mientras las pequeñas y medianas empresas enfrentan mayores dificultades para acceder a financiamiento en condiciones competitivas. Una economía puede seguir creciendo así por un tiempo, pero lo hace debilitando su base productiva futura.
El problema no es crecer menos un año; el problema es normalizar señales de deterioro como si fueran transitorias. La experiencia latinoamericana es clara: muchos países llegaron a momentos de ajuste no por una gran crisis externa, sino por haber ignorado advertencias graduales, confiados en una estabilidad que creían permanente.
Hoy, la región ofrece múltiples ejemplos de lo que ocurre cuando se posterga la corrección fiscal, se debilita la institucionalidad económica o se subestima el cambio de ciclo global. República Dominicana todavía está a tiempo de evitar ese camino, pero solo si reconoce que su posición actual no es un punto de llegada, sino una condición que debe ser administrada con prudencia.
Esto implica decisiones incómodas pero necesarias: disciplina fiscal real, reorientación del crédito hacia el sector productivo, transparencia en el manejo de las finanzas públicas y una estrategia económica que mire más allá del próximo ciclo electoral. Implica, también, reconocer que el crecimiento sostenido no puede descansar indefinidamente en el gasto público, el endeudamiento y sectores altamente sensibles a choques externos.
La estabilidad no es permanente si se administra como si lo fuera.
La advertencia no es ideológica ni alarmista; es técnica y responsable. Las economías que mejor atraviesan los cambios de ciclo son aquellas que leen las señales a tiempo y actúan antes de que el ajuste sea impuesto desde afuera. Las que no lo hacen suelen descubrir, demasiado tarde, que la estabilidad que daban por sentada ya no estaba allí.
América Latina está entrando en una fase más exigente. República Dominicana no está aislada de ese proceso. Administrar el presente como si fuera eterno es una tentación comprensible, pero peligrosa. Porque, una vez más, conviene recordarlo con claridad: la estabilidad no es permanente si se administra como si lo fuera.
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