“Por sus frutos los conoceréis”, reza —potente, condensante— la metáfora evangélica del Sermón del Monte (Mateo 7:15–20); dejando establecido que los frutos representan los resultados visibles del obrar humano, el testimonio de la índole interior del sujeto: su verdad, su fuerza, su miseria esencial o moral.
Del mismo modo que en la vida humana los frutos revelan la calidad interior de quien los produce, en la economía los resultados del crecimiento revelan la naturaleza estructural del modelo productivo que los origina: evidencian si su impulso proviene de una dinámica creadora o de una mera inercia acumulativa. Expresan su orientación, su sentido y su concepción del progreso.
La función gnoseológica de la figura es elocuente, pues permite entrever lo invisible —la esencia, la calidad interior— a través de lo visible, lo palpable: la acción y sus resultados.
El crecimiento suele asumirse como sinónimo de éxito: un signo visible de progreso material, de expansión de la producción y de mejora del ingreso y el bienestar. Es, por definición, una aspiración legítima de toda sociedad que busca prosperar.
Sin embargo, no todo crecimiento implica verdadero avance. Puede haber expansión del producto (el PIB) sin transformación productiva, aumento del ingreso sin reducción de las desigualdades, y abundancia macroeconómica sin bienestar humano tangible. Crecer no es, por tanto, suficiente. Un crecimiento que no amplía capacidades ni empleo de calidad ni inclusión social termina vaciando de sentido la palabra progreso.
- Crecimiento y calidad del crecimiento
Que el crecimiento es bueno y siempre deseable es una verdad axiomática. Nadie lo discute. Pero otra cosa, muy distinta, es que ese crecimiento sea de calidad. La cuestión de fondo es inevitable: ¿qué significa crecer bien; qué el crecimiento sea de calidad? Por lógica de contrario, queda implícita la aceptación de existencia crecimiento económico de mala o discutible calidad.
La cuestión no es nueva, pero vuelve a ser pertinente. En las últimas décadas, el mundo —y la República Dominicana con él— ha registrado tasas de crecimiento sobresalientes. Sin embargo, los avances en reducción de la pobreza, productividad, empleo digno, inclusión y bienestar general han sido modestos. A menudo, francamente decepcionantes. De esto nos ocuparemos más a fondo, luego.
El argumento es que, el crecimiento sólo puede considerarse de calidad cuando se sostiene en productividad, competitividad e inclusión; cuando genera empleos decentes, distribuye la riqueza, reduce desigualdades y mejora de manera tangible la vida de los ciudadanos. De lo contrario —in extremis—, es una expansión vacía, una estadística que luce bien en los informes y útil para que autoridades de turno se pavoneen, pero que carece de sustancia. Es un crecimiento blando, fofo, hueco. Carente de sentido.
Por eso, conviene moderar el entusiasmo cuando —a menudo— los organismos oficiales exponen con bombos y platillos tasas de expansión económica “robustas y sostenidas”. Conviene detenerse un instante y mirar detrás de esos números: con frecuencia, esconden economías frágiles, sostenidas por sectores de baja productividad, por endeudamiento público o por inversión especulativa. Tras la aparente bonanza puede ocultarse un empleo precario y el rastro de un crecimiento que deja a su paso cunetas plagadas de pobrezas humanas. Es fácil inflar una burbuja; lo difícil es construir un crecimiento genuino, un desarrollo que eleve la dignidad de las personas y no sólo las cifras.
El crecimiento de calidad, en cambio, es una puerta estrecha que muchos —o todos— son llamados a cruzarla, pero pocos lo logran. Y ese es el verdadero desafío: pasar de la cantidad a la calidad, del dato al sentido, del crecimiento al bienestar generalizado, inclusivo.
Puede sostenerse que el crecimiento carente de calidad es especie de una ilusión de movimiento. Puede llenar los informes de cifras y los discursos de promesas, pero deja vacías las vidas que deberían haberse transformado. Porque no todo lo que crece se desarrolla, ni todo lo que aumenta mejora. Hay países que exhiben porcentajes brillantes de expansión económica mientras su tejido social se deshilacha, sus empleos se precarizan y su juventud pierde fe en el futuro.
Confundir crecimiento con desarrollo es como confundir el ruido con la música: se oye fuerte, pero carece de armonía. El crecimiento de calidad —el que merece ese atributo— no sólo amplía el tamaño de la economía, sino que ensancha las posibilidades humanas, dignifica vidas y redistribuye el bienestar.
En fin, crecer no basta; en perspectiva de economía política, se precisa un crecimiento con sentido, con justicia y con humanidad. Porque una nación puede mostrar progreso en las estadísticas y, sin embargo, estar retrocediendo en su esencia más profunda.
- Remisión a los fundamentos: Schumpeter
Cuando se busca entender qué hace que un crecimiento sea verdaderamente de calidad, conviene volver a los fundamentos. Y pocos pensadores ofrecen una brújula tan lúcida como Joseph Alois Schumpeter (1883-1950), el economista austríaco que cambió la forma de pensar el progreso económico. Su gran intuición fue que no hay crecimiento sin innovación, y que cada avance conlleva, inevitablemente, una dosis de destrucción.
Una nueva tecnología, una manera distinta de producir o una reorganización del mercado crean valor, pero al mismo tiempo desmantelan estructuras anteriores: empresas, empleos, modelos productivos enteros. De esa tensión entre creación y destrucción —lo que él llamó destrucción creativa— surge la energía que renueva las economías y las hace avanzar.
Schumpeter sostuvo que el crecimiento genuino, el que transforma y eleva la productividad, nace de la innovación. No se trata sólo de producir más, sino de hacerlo de otra manera. Cuando la competencia empuja a las empresas a innovar, estas elevan su productividad, diversifican sus bienes y generan productos tecnológicamente más avanzados. Pero todo progreso, recordaba, tiene su precio: la transformación implica pérdida. Se pierden empleos, se reemplazan sectores, se reconfigura la riqueza.
En el plano macroeconómico, Schumpeter advirtió que un crecimiento sostenido sólo es posible si se apoya en la capacidad interna de innovación de las empresas y en instituciones que fomenten el aprendizaje, la competencia y la difusión del conocimiento. Esta visión inspiró los modelos de crecimiento endógeno modernos —como los desarrollados por Philippe Aghion, Peter Howitt y Joel Mokyr, recientemente galardonados con el Premio Nobel de Economía 2025—, que retoman el espíritu schumpeteriano al mostrar cómo la renovación empresarial es el verdadero motor del progreso.
Pero Schumpeter también dejó una advertencia: cuando las grandes empresas del statu quo bloquean la innovación o se apropian de las ganancias del crecimiento, la economía deja de transformarse. El crecimiento se vuelve acumulación estéril; el progreso se concentra, pero no se derrama. Es el punto en que el PIB puede seguir subiendo, pero la vida no mejora.
Y entonces —como intuyó Schumpeter—, toda economía que resiste transformarse termina traicionando no solo su crecimiento, sino su propio desarrollo. Y a veces, sin notarlo, también la esperanza de sus ciudadanos.
Compartir esta nota