Días atrás el presidente Javier Milei se reunió con el papa León XIV. La foto tomada a la salida del encuentro con todos los miembros de la comitiva presidencial no hace concesiones a la diplomacia. El rostro serio y la mirada perdida del pontífice contrasta con la mueca sonriente de sus visitantes. El papa seguramente estaría rememorando las mentiras que el presidente argentino habrá dicho en los escuetos quince minutos en que conversaron a solas. León XIV conocía muy bien lo que monseñor Jorge García Cuerva, arzobispo de Buenos Aires, había dicho en su sermón del Tedeum del 25 de Mayo, donde criticó el tremendo costo humano de las políticas económicas y sociales de Milei.
Roma. La comitiva del Gobierno junto al Sumo Pontífice, el 8 de junio pasado. Foto: Oficina del presidente
Robert Prevost eligió como su nombre pontificial nada menos que León en homenaje a un papa, León XIII, fundador de la doctrina social de la Iglesia a partir de la constatación de los padecimientos y la explotación a la cual estaban sometidas las clases obreras europeas a finales del siglo XIX. Los ecos de la Rerum Novarum contrastaban en la mente de León XIV con las fantasiosas y jubilosas informaciones que Milei debe haber volcado en su breve charla. Es bien sabido que el libertario hizo de la mentira y de sus delirios esotéricos convocando a las «fuerzas del cielo» que acudieron en auxilio de los Macabeos una marca registrada de su perfil intelectual y presidencial. No debe haber sido ajeno al papa el conocimiento de la virulencia sin precedentes de los ataques de Milei a sus críticos, especialmente a los periodistas y también a los académicos, utilizando expresiones como «infradotados», «mandriles», «basura humana», «mierda», «ensobrados», «lacra inmunda», y haciendo un ardiente (e irresponsable) llamado a «odiar a los periodistas».
Delirio y maldad
Tratándose de una reunión con la suma autoridad de la Iglesia conviene traer a colación los siete pecados capitales, dos de los cuales se ajustan como anillo al dedo a la conducta de quien hoy personifica la dictadura del gran capital en la Argentina. Uno de ellos es la «Soberbia», fuente de la cual brotan todos los demás y que consiste en la creencia de la propia superioridad –intelectual, moral e inclusive estética, como dijera Milei– sobre el resto de las personas, entes solo merecedores de su desprecio y maltrato. El otro pecado en el que incurre hasta el hartazgo es la «ira», o la tendencia a reaccionar con furia y rabia incontroladas ante cualquier gesto, opinión o actitud opuesta a la propia, con su corolario de incitación al odio y la violencia. Claro está que los pecados capitales, así como los diez mandamientos, son temas ajenos a la esotérica cosmovisión de Milei.
Para este, el catolicismo y el judaísmo son solo dignos de una oportunista gestualidad externa, pero huérfana de una íntima convicción (una visita al papa que lleva un nombre que detesta, o una fingida y sobreactuada muestra de dolor en el Muro de los Lamentos) porque el omnisciente, omnipresente y omnipotente Dios de Milei no es el de los católicos o los judíos, sino el Dios Mercado. Y su religión, para llamarla de algún modo, no es otra cosa que un confuso rejunte de ideas y ocurrencias extraídas del anarco-capitalismo, la Escuela Austríaca y el monetarismo de los «Chicago boys». Milei añade a su soberbia y su iracundia los más descabellados delirios (por ejemplo, cuando afirma que la Argentina fue una potencia mundial a fines del siglo XIX, algo que provocó la hilaridad de los estudiosos del tema) y el goce que le produce la crueldad con que comprueba día a día su obra de destrucción del Estado y, por ende, de la sociedad.
Imposible olvidar que se autodefinió como «el topo que vino a destruir el Estado desde adentro», algo absolutamente incompatible con los preceptos de la tradición judeo-cristiana toda vez que es el Estado quien brinda su asistencia a las grandes mayorías oprimidas, explotadas y descartadas por el Mercado, como recordaba el papa Francisco. En términos concretos, lo que hace el topo del Capital es practicar un silencioso genocidio –equivalente al que con criminal impunidad lo hace su amigo Netanyahu con el pueblo palestino– cuando retiene en galpones del Estado, hasta que se pudren, los alimentos destinados a paliar el hambre de los necesitados, priva de medicamentos a enfermos crónicos, destruye el hospital público, condena a la miseria a jubilados y pensionados, reduce el salario de los trabajadores, ahoga financieramente a las universidades públicas, a las agencias dedicadas al fomento de las artes y las más diversas expresiones de la cultura, destruye al CONICET y las numerosas instituciones estatales que con décadas de ardua labor construyeron un saber científico y tecnológico de nivel internacional.
Crueldad e indiferencia ante el dolor producido por un Gobierno que ha confesado que su indigna misión es «agrandar los bolsillos de los empresarios», lo que significa reducir más que proporcionalmente los pequeños bolsillos de las clases populares. Crueldad y maldad de un proyecto empobrecedor y desintegrador de la sociedad, unidas a una fenomenal soberbia y a un desquiciado fanatismo todo lo cual reposa sobre la creencia, mil veces desmentida por la historia, que se puede hacer tanto mal sin que, más pronto que tarde, llegue la hora en que el autócrata iluminado sea arrojado a los albañales de la historia por la rebelión de sus víctimas.
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